En la calle hacía
algo de fresco, pero en el tren se está muy bien. Durante el trayecto duda el viajero que será lo más conveniente, desayunar en Totana o hacerlo en El Paretón -pequeña población a 17 kilómetros de Totana y en la que conoce un par de establecimientos-.
Se le eriza el vello al bajarse al andén, no hace frío pero la diferencia con el tren se nota, de todas maneras se le
pasa nada más comenzar a pedalear. Desde la ventanilla ha visto a su compañero junto a las vías; las cruza para
continuar a su lado, entre lechugas, brocoli
y algún olivo, hasta el Guadalentín. Aquí
al viajero no le queda más
remedio que buscarse la vida, pues su compañero
vuela entubado sobre él, lo hace por el
propio cauce hasta una carreterilla que se encuentra a un centenar de metros a
su derecha. Continua por ella, va paralela al canal guardando la distancia. A
ratos lo ve y otros desaparece, pero él
sabe que está ahí.
Hasta El Paretón
sigue la carreterilla ahora convertida en vereda de ganados, la que une Lorca y
Cartagena. Nada más entrar en la población se dirige al bar;
bocadillo de tortilla de patatas y magra con tomate desayuna el viajero,
cerveza y café, quizá
no se lo más adecuado pero a él le gusta. Repuesto busca la calle de la Fragua que lo llevará al cementerio y a la que quizá,
algún día, llegue a ser la Vía Verde del Campo
de Cartagena.
De pronto se lo encuentra; ahí está, olvidado y
abandonado, con las entrañas pudriéndose al sol. Mudo testigo de la desidia de un pueblo -el español-, cafre y analfabeto. Ciudadanos y políticos -dignos representantes de su pueblo-, dejan perderse
elementos insustituibles de nuestra cultura, de nuestras tradiciones. Pero él aún se mantiene en pie, orgulloso de su pasado; digno a pesar de
haber perdido la techumbre y que las aspas yazcan desmanteladas a sus pies. Su
otrora potente maquinaria, que molió el trigo para
calmar el hambre de tantos hombres, se pudre lentamente a merced de los
elementos. Sí
ahí
está, esperando el
milagro que lo salve del destino al que esta inexorablemente abocado.
Entre estas y otras disquisiciones llega el
viajero a la antigua plataforma ferroviaria y recuerda cuando le llamo Carmen
Aycart, antes y ahora, presidenta de la Fundación
de las Ferrocarriles Españoles dependiente del Ministerio de Medio Ambiente, a mediados de
los años 90, para preguntarle sobre el estado de esta infraestructura y
del ramal de la Pinilla a Mazarrón. En inmejorables
condiciones, le contesto. Salvo algunos almendros plantados por los
agricultores en plena plataforma, y una fábrica de plásticos en plena construcción,
por lo demás está bien. Vino,
comprobaron lo expuesto y elevaron la propuesta de convertirla en vía verde al ministerio, comunidad autónoma y ayuntamientos. Después
de 20 años todo esta... mucho peor. ¡País!
Demasiado tiempo ha pasado y el viajero
pedalea por esta plataforma con cierta tristeza por lo que pudo haber sido y no
fue, pero como es de natural optimista no pierde la esperanza. Los conejos
también se han empeñado en contribuir, a su manera, en destrozar esta antigua
infraestructura ferroviaria, en algunos puntos tan horadada, que hay que
extremar la precaución para no caer en sus agujeros. Igual pasa con las trincheras,
innumerable galerías las socavan hasta su derrumbe. Al final de una de estas
trincheras, junto a la carretera E-11 de La Carrasca, gira el viajero a la
izquierda siguiendo la Vereda de Venta seca para reencontrarse con su compañero, aunque por poco tiempo, la finca de los Cánovas se lo impide. Las fincas de vallan,
se cierran, no importa si se incumplen leyes y costumbres, sus dueños hacen alarde de su talante y sensibilidad, demuestran así a todo el mundo que la finca es suya, mientras quienes tienen que
velar por la legalidad, se pliegan ante los hechos consumados o miran para otro
lado.
Rodea el viajero vallas y cadenas hasta
volver a encontrarse con su viejo amigo; lo seguirá,
de aquí
en adelante, bien a su lado, bien sobre él. Se suceden los cultivos y algunos pueblos a los que no entran, lo
que hace que el trayecto se transforme en solitario. Pedalea el viajero sobre
el lomo del canal, y tras cruzar una rambla, se da de bruces con la valla de la
autopista Cartagena-Vera. Afortunadamente hay un puente a su izquierda.
Domina el paisaje el esparto acompañado por algunos almendros escuálidos.
El camino, ahora, es aún más solitario. Se vislumbra un caserío
desperdigado en lontananza, unos perros ladran. Las casas y el terreno se
confunden; ocres los campos, ocres los tejados, ocres las paredes, ocres los
perros. No hay nadie; las casas, cerradas, parecen vacías. Y sin embargo, cientos de ojos lo observan. Inmóviles, siguen su paso en silencio, solo algún valido les delata. Al viajero le queda poca agua y busca a un
ser humano que se la dé, pero no lo consigue.
Continua y llega a los Puertos, lugar más civilizado y que conoce el viajero; Perín está cerca y decide seguir su camino. Llega al
pueblo y se detiene junto a la ermita, mira la hora y piensa que es buen
momento para comer y el centro social un buen lugar. No se equivoca, entra la
bicicleta hasta el patio interior y se acerca a la barra. En un extremo un
parroquiano, palillo en mano, se entretiene en mondar sus diente uno a uno con
empeño. Detrás un hombre de aspecto afable parece ser el camarero.
-Buenos días.
¿Para comer?
-De lo que ve usted aquí.
El viajero mira y ve, entre otras cosas, una
apetitosa sangre frita con cebolla y piñones.
Se la pide. Y también una cerveza bien fría y unas olivas.
Continua con unos calamares a la romana sabrosísimos
y un bonito en escabeche para chuparse los dedos; el postre un rico flan de piña. Termina el viajero con un café y un vasito de orujo de hierbas para ayudar en la digestión. Descubre que la artífice de de tales
manjares es la señora del camarero, a la que ruega que felicite encarecidamente.
Sale de la diputación cartagenera para reencontrarse con su compañero, encarnado en un magnifico acueducto que salva la rambla.
Sigue hacia La Corona y cruza la carretera de Isla Plana, incorporándose a la colada del Cedacero que discurre hermanada con el
canal. Atraviesa alguna rambla entre pitas y baladres antes de llegar a
Canteras, junto al antiguo depósito de aguas de los Ingleses, anterior a la llegada del canal.
Sabe que su recorrido llega a su fin, en Tentegorra están los grandes depósitos del canal que proveen de agua a Cartagena. Al viajero poco más le resta por hacer, salvo buscar la estación de ferrocarril y un tren que le lleve a su casa y terminar así esta aventura que le ha hermanado con esta magnífica obra que es el Canal del Taibilla.
Mariano Vicente, noviembre de 2014.
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