miércoles, 23 de noviembre de 2022

Al-Ballut. Bikepacking en Los Pedroches

“La belleza está en los ojos que miran; ellos la ponen”. Francisco Umbral.

Primer día.

Domingo, son las ocho y media, Villanueva duerme bajo un espeso manto de niebla. Con un humeante café en la mano espero que levante. Parecen haberse puesto de acuerdo, tiempo y niebla siguen Inmutables. Desesperado me tiro a la carretera. Abandono Villanueva con el pueblo sumido en la bruma y el silencio. Ni un ladrido, ni un mugido, nada que rompa la tranquilidad más absoluta, salvo el rodar de los neumáticos sobre el asfalto. La dehesa se adivina más que se ve. Poco a poco el ojo se va acostumbrando a la niebla y empieza distinguir con dificultad árboles y animales. Vacas, ovejas y el rey de la comarca, el cerdo ibérico, negro y fino, de altos perniles, que hociquea glotón bajo las encinas.
 
Con el avance del día se difumina la niebla. Dehesa infinita. Suelos de granito que apenas cubre la hierba, encinas milenarias y pastoreo, características que marcan la personalidad de la zona e influyen en su devenir histórico y económico.
 
La verde y ocre penillanura de Los Pedroches se extiende hacia el oeste, flanqueada al norte y al este por la sierra de Madrona y Andújar. Estamos al sur de Sierra Morena, escalón que separa la altiplanicie de la Meseta, por un lado, y el valle del Guadalquivir, por el otro. Frontera que separa un territorio poco poblado, agreste y en cierto modo olvidado.

 



Se dan en la zona anacronismos como la finca La Garganta, con quince mil hectáreas, el mayor latifundio de España. Propiedad de la compañía minera Río Tinto, pasó a manos del duque Francisco de Baviera y en 2001 la adquirió el duque de Westminster, lord Gerald Cavendish Grosvenor, uno de los hombres más ricos del mundo. La Garganta era —y probablemente sea—, uno de los mayores santuarios de caza de Europa, solaz de personajes de las altas finanzas, políticos y miembros de la aristocracia como Guillermo y Enrique de Inglaterra, Juan Carlos I o Carolina de Mónaco. En época de caza, las piezas eran empujadas con perros hacia el embudo natural que formaba la garganta y allí eran acechados por los cazadores. La finca da trabajo a un número indeterminado —mayor en la época de caza— de personas, en especial vecinos de Villanueva y Conquista.
 
Diecisiete pueblos nos esperan, interconectados por una red de carreteras, caminos y cañadas que serán nuestro hilo de Ariana en estos dos días de pedaleo entre imponentes castillos y laberínticos muros que defienden los árboles de los ganados trashumantes. Es la mayor dehesa de Europa y donde pasta uno de mis bichos más admirados; el cerdo ibérico.

La palabra Al-Ballut hace referencia en árabe a «llano de las bellotas», campos que llegan hasta donde alcanza la vista. La comarca por la que pedaleamos, Los Pedroches, coincide casi con exactitud con la antigua kura de Fahs al-Ballut del territorio musulmán de Beturia. Y ya que estamos hablando de palabras, hay otra que es una constante aquí; dehesa. Vocablo que proviene del latín “defensa” y hace referencia a las interminables paredes de piedra que sirvieron y sirven, por un lado, para defender los cultivos del ganado trashumante y por otro, para retener dentro de la finca al ganado propio.
 
La carretera coincide con exactitud con las coladas de Los Pedroches y la del Guijo a Villanueva de Córdoba. El asfalto es bueno, sin arcén, y lo más importante, sin tráfico. Pedaleo ensimismado en la “casi” contemplación de la dehesa, y digo casi, porque el paisaje está suavizado, casi difuminado por la niebla, pero se intuye poderoso y vivo. Veo más ganado lanar que otra cosa, aunque también se deja ver el vacuno y más escasamente el cerdo. Solo un par de piaras y algunos ejemplares sueltos, que huyen en cuanto oyen el rodar de la bicicleta.



Pedroche aparece al otro lado de un altozano. Una pareja de ciclistas se distingue a medio camino entre mi posición y el pueblo. Los espero. Los grabo y saludo, pero no parecen tener ganas de conversación, probablemente sean extranjeros. Continuo y entro en el pueblo, visito el exterior de la iglesia del Salvador y una señora me dice que en un rato habrá misa, pero quiero seguir avanzando y me dirijo hacia El Guijo.

La carretera sigue la misma tónica, un asfalto correcto y nulo tráfico. Me desvío durante unos minutos hasta la ermita de Piedras Santas, agradable lugar junto a un riachuelo. Siete bancos en su interior para acoger a los representantes de las Siete Villas de los Pedroches que se reunían aquí para tratar los asuntos comunes.




 
El terreno ondulado, el silencio absoluto. La dehesa se extiende hasta donde alcanza la vista, que por el norte cierra una sierra apenas intuida. En el Guijo están de obras y una valla corta la carretera. Me arriesgo y la supero por un lateral. Llego a una plaza donde se encuentra la vieja iglesia y dos modernas plazas de aparcamiento para vehículos eléctricos, un contraste muy de nuestros tiempos.
 
Seguimos con las palabras y los significados, por algún lado he leído que El Guijo equivale a “Piedra Grande” erosionada por el tiempo. El pueblo no es demasiado grande y tampoco parece de los más importantes de la zona, pero estuvo habitado desde antiguo, así lo atestiguan los restos arqueológicos, íberos y romanos, hallados en Majadaiglesia. En tiempos de la conquista castellana, la villa de Santa María, como al parecer se llamaba, paso a depender del señorío de Santa Eufemia, convirtiéndose en la puerta de entrada a Córdoba de los ganados trashumantes que procedían de la meseta a través de la Cañada Real Soriana y de La Mesta, que se bifurcan en el pueblo, una hacia Extremadura y otra hacia el interior de Andalucía.


 

Reanudo la marcha en dirección a Santa Eufemia y por una cuestión de tiempo desisto de visitar la ermita de la Virgen de las Cruces, patrona de la localidad, que se encuentra a unos seis kilómetros, doce con la vuelta, del pueblo. Me hubiera gustado ver el baptisterio paleocristiano, en el que se bautizaba a los primeros cristianos por inmersión.
 
En poco más de un kilómetro nos deja por nuestra izquierda la cañada de la Mesta o Merinos, que de las dos formas se llama. Ella sigue hacia el oeste y nosotros nos dirigimos un poco más al norte, hacia la sierra que separan los valles de Alcúdia y Los Pedroches. La dehesa se vuelve más agreste y a los pies de la sierra de la Barca se descubre Santa Eufemia. El Camino Real de Córdoba a Toledo pasaba por el valle de Alcúdia. Antiguo camino, nexo de comunicación entre el centro de la Península y el sur andaluz durante siglos.





En el bar El Parque, mientras me tomo una ración de lechón frito, los lugareños me hablan del castillo, de carreras de bicicleta de montaña con asistencia mundial, de rampas y porcentajes inhumanos, que me “acogotan” de tal manera que desisto de subir al castillo, aunque me pierda las extraordinarias vistas que se dan allí. Según los parroquianos se ve tanto la Meseta como el valle del Guadalquivir. Yo no lo creo, pero el día tampoco acompaña para comprobarlo. Venidos arriba como estaban, no quise tocar el mito de los caballeros italianos, no fuera ser que aquello se alargara demasiado. Cuenta la tradición que el nombre de Santa Eufemia se atribuye a la veneración que por esta virgen tenían los treinta y tres caballeros calabreses que acompañaban al monarca castellano en el momento de la toma del castillo, de hecho, a los naturales de Santa Eufemia se les denomina con el gentilicio de "calabreses". Hay también una “Hermandad de la Santa”, cofradía de tipo militar y treinta y tres “hermanos”, así llamados los cofrades, con bandera, estandarte, alabardas y tambor.
 
Vuelve la dehesa en todo su esplendor. La carretera, solitaria y tranquila, serpentea entre encinares que, poco a poco, se van abriendo, dando lugar a extensos cultivos salpicados aquí y allá de solitarios y hermosos cortijos. Entre unas cosas y otras cruzamos el río Guadamatilla y enlazamos con la vereda de Sevilla y de la Plata que nos acompañará hasta Belalcázar.





El pueblo aparece medio oculto tras el altozano, solo su castillo se mantiene magnánimo sobre el horizonte. National Geographic lo incluye entre los diez castillos españoles de leyenda, el único andaluz junto al granadino de la Calahorra. Situado estratégicamente entre Toledo, Sevilla y Córdoba, es el más alto de España, su torre del homenaje alcanza los 47 metros de altura.




 
Belalcázar, es un pueblo grande, algo “desparramado” como la mayoría de los pueblos manchegos y andaluces, situados en la llanura, de grandes casones de una o dos plantas de fachadas blancas e inacabables calles. Pero lo que más me impresionó, no fue su castillo, a pesar de su grandeza, ni la enorme iglesia parroquial de Santiago el Mayor, de mediados del siglo XV; fueron las ruinas del convento gótico de San Francisco, construido hacia finales del siglo XV, con Bula Papal de Inocencio VIII. Sobrecogen sus arcos de ladrillo volando sobre columnas de piedra, o la propia ruina de un edificio tan magnífico. Debo estar algo nostálgico porque otra cosa que me impresionó fue un viejo caserón de fina forja en ventanas y balcones, del que solo quedaba la fachada y algunos arcos de ladrillo de lo que debió ser la galería del patio. Las higueras pugnaban con las rejas por salir a la calle y hacerse con este tímido sol de otoño.




 
Me voy del pueblo con un mal sabor de boca; no he podido comer, mejor dicho, el lechón de Santa Eufemia no me lo ha permitido, he tenido que conformarme con un café y tres gotitas de anís seco. Continuo hacia Hinojosa por una carretera con las mismas características que las anteriores, pero con un cambio sustancial, hay muchísimo tráfico. La vereda de Hinojosa del Duque la llevamos unas veces a nuestra derecha y otras cruza a nuestra izquierda o coincide con la propia carretera.




 
Entro en Hinojosa bien de tiempo, aún faltan un par de horas para el anochecer, y decido dar un paseo por el pueblo. Me detengo en la plaza del convento de las Madres Concepcionistas, un hermoso edificio construido ya en el siglo XVII. Continuo hacia la iglesia de San juan Bautista, su torre me sirve de referencia sobre los tejados. Es un edificio majestuoso, gótico, de mediados del siglo XV, y dicen las habladurías que en su torre se inspiró Hernán Ruiz III para construir su homónima de la mezquita-catedral de Córdoba. Está en una amplia plaza, enfrentada al ayuntamiento y en un portal cercano una señora en bata y zapatillas. El lechón de Santa Eufemia ya parece digerido, por lo que pregunto a la señora por una cafetería.

—No señor, aquí casi todo cierra los domingos.
—Pues me vendría bien un café y un pastel.
—Pastel puede que sí, igual está abierta una pastelería detrás del ayuntamiento, es la mejor del pueblo, sabe usted. Mire tire por esa calle, donde está la capilla, y al llegar a un edificio que divide la calle en dos tire usted a la derecha y la vera en seguida.





La señora debió pensar que no la había entendido y decidió, tal y cuál estaba —bata y zapatillas—, acompañarme un trecho hasta que ya no tuviera dudas de donde se encontraba la pastelería. Pero cuál sería mi sorpresa, cuando un muchacho, en el momento de girar hacia la pastelería, me dice: ahí la tiene usted, es ese portal. Qué agradable, en las ciudades no pasan estas cosas.
 
—Buenas tardes. ¿De todos estos pasteles, cuáles son los típicos de la zona?

—Mire usted, este de aquí es el pastel cordobés y este otro, es el de boda que se hace aquí en el pueblo.

Me llevo los dos. El primero es un triángulo de hojaldre con el interior relleno de cabello de ángel. El segundo son dos mitades de bizcocho unidas con crema pastelera y regados de azúcar sólida. ¡Buenísimos!

Pronto se echará en cima el manto de la noche. El alojamiento está a unos tres kilómetros del pueblo por una pista de tierra, es una especie de centro hípico con caballos, corrales, pistas de entrenamiento y un par de casar rurales unidas por un restaurante, una de ellas solo para mí, es domingo y soy el único huésped. Mi bicicleta duerme en un amplio salón y yo en una cama enorme, pero antes he pasado por el restaurante y tomado una buena sopa de cocido y un tremendo solomillo ibérico.




 
Segundo día
 
Esta noche ha llovido algo, el cielo está muy cargado, gruesos nubarrones amenazan lluvia, es posible que hoy nos mojemos. Quería salir temprano, pero el restaurante abre a las nueve y media, así que salgo sin desayunar a pesar de estar incluido en el precio.

A la salida del pueblo, en el semáforo, se sitúa en el carril contiguo una guapa agente forestal que me sonríe desde su atalaya todoterreno.

— ¿La gasolinera está cerca? Le pregunto. Me han dicho que ahí se puede desayunar, que lo demás está todo cerrado.

—Está a la izquierda, pero mejor vete a la derecha, a los Cazadores, ahí se desayuna muy bien y la carretera del Viso está en frente.

— ¿Pero estará abierto? Le vuelvo a preguntar.

—Si por su puesto.

Se abre el semáforo y ella se va a la izquierda y yo, aún deslumbrado por su sonrisa, a la derecha. Pero los Cazadores está cerrado y me está bien empleado. Decido que no voy a volver atrás y me interno por la carretera del Viso con la duda de si la indicación “y la carretera del Viso está en frente” que me ha dado la chica, ha sido solo a título informativo o ha tenido la intuición de que me dirigía hacia allí.




 
En este tramo también coincidimos con una vereda, la del Camino del Viso. La dehesa devora los cultivos hasta hacerse dueña absoluta. Llevaré unos quince kilómetros cuando en una bajada descubro el embalse de La Colada que forma el río Guadamatilla. Es curioso, pero prácticamente es casi la única agua que he visto. A lo largo de toda la ruta he cruzado numerosos riachuelos, arroyos, regatos y torrenteras, todos secos. En la dehesa sin cultivar, la hierba aún conserva algo de verdor, pero imagino que no va sobrada.
 
Acompañado por mi propio vaho busco un bar en El Viso. Los encuentro, pero cerrados, alguno parece que para siempre. No se ve un alma por las calles que huelen a humo y aceite. Junto a la iglesia encuentro un paisano y le hago un tercer grado.

—Aquí el único sitio que va a encontrar para que un ciclista almuerce es el Chanclas. Tome usted la carretera de Santa Eufemia y a la salida del pueblo lo encontrará a su derecha.

Como soy de natural “bien mandao”, sigo sus indicaciones al pie de la letra y casi me salgo del pueblo sin encontrar al Chanclas. Regreso sobre mis pasos, espero, veo a una muchacha, pregunto. Si es la panadería, métase usted por esa calle y lo verá. Me meto y lo veo. El local estaba a rebosar, todos los “currantes” del polígono estaban allí almorzando. Me toco esperar un poco, pero almorcé bien.

Ya más tranquilo y reconfortado, tomo el camino de Dos Torres. Comienza a llover. Después de toda una mañana de amenazas, lo hace sin ganas, con una ligera y helada llovizna que casi no moja. Mejor para mí. Lo que sí aumenta es la sensación de frío al subir también el viento, pero es de poniente y no perjudica mucho. Casi sin darme cuenta ya estoy allí. A la entrada, un joven me pone al día del porqué este nombre. A la sazón había aquí un núcleo de población ya en el siglo XIV que respondía al nombre de Torremilano, una villa de realengo y Torrefranca, una torre aislada que poco a poco fue adquiriendo población a su alrededor y sobre la que siempre pretendió su propiedad el Señorío de Santa Eufemia. Para evitar conflictos jurisdiccionales, en 1839 decidieron fusionarlas o fusionarse con el actual nombre de Dos Torres.




 
Continuo en dirección a Añora que, desde que se independizó de Torremilano a mediados del siglo XVI, formó parte de las Siete Villas de la comarca de Los Pedroches. Continúa la llovizna que casi parece agua nieve, pero que apenas molesta. Mientras pensaba si era mejor dejar las gafas o quitarlas, me vino a la cabeza la historia de Marquitos, el niño lobo de Sierra Morena. Marcos Rodríguez Pantoja había nacido en 1946, aquí, en Añora, pronto quedo huérfano de madre. Su padre se mudó a Fuencaliente y lo confió como aprendiz a un viejo cabrero. Los dos vivían solos en el monte con el ganado. Marcos tenía seis o siete años cuando el cabrero murió. Solo y desesperado, al igual que Mowgli, busco refugio en una lobera y en contra de lo previsto la loba lo acogió como un lobezno más. Olvido el lenguaje humano y aprendió el de sus hermanos de camada, sobreviviendo así doce años hasta ser descubierto por un guardés que aviso a la Guardia Civil. Dicen que cuando fue detenido, Marcos aullaba y mordía como un lobo. Educado por las monjas, termino haciendo la mili y trabajando en Fuengirola. Ahora, ya jubilado, da charlas en ayuntamientos y colegios sobre su extraordinaria infancia. Basada en esta historia, Gerardo Olivares rodó en 2010 la película Entrelobos.




 
Pozoblanco es famoso entre los aficionados al toreo porque en su coso, el toro Avispado, acabó con la vida de Francisco Rivera “Paquirri”. Es la ciudad más grande y capital económica y administrativa de Los Pedroches. La carretera te introduce en línea recta hasta la iglesia de Santa Catalina, que no puedo visitar por estar todo el entorno en obras. Salgo a una gran avenida con un paseo central, muy animada, con bares y terrazas, lo que me plantea un dilema, quedarme a tomar algo en Pozoblanco y disfrutar un poco de la población o continuar a Villanueva. El regreso hasta Murcia y los pocos kilómetros que me separan de mi punto de partida, hacen que me decante por esta última opción.





Entre Pozoblanco y Villanueva, la dehesa se adueña de nuevo del paisaje, vuelvo a ver mucho ganado lanar, algún caballo y vacuno en abundancia. Cuando ya estoy perdiendo la esperanza de volver a ver a mi animal preferido, descubro un cortijo a mi derecha con un buen número de ellos, negros, gordos, estupendos. Algo debieron intuir sobre mis gustos, que nada más oír el rodar de la bicicleta echaron a correr despavoridos.

Ya en Villanueva, el viento ha arreciado y el día sigue muy desapacible, llueve con más fuerza, por lo que me dirijo hacia el coche, guardo la bici, me cambio y busco un lugar donde comer. Lo encuentro en el mesón El Rollero, un local totalmente recomendable. Ración de jamón ibérico, salmorejo cordobés e hígado encebollado, con el postre no puedo, un buen café y decido regresar a mi casa, aún me quedan más de quinientos kilómetros de carreteras y autovías para llegar.





Mariano Vicente, noviembre de 2022

P.D.: He realizado unos 150 km. por las carreteras del valle de Los Pedroches en dos jornadas. La primera entre Villanueva de Córdoba e Hinojosa del Duque, pasando por El Guijo, Pedroche, Santa Eufemia y Belalcázar.

La segunda entre Hinojosa y Villanueva por El Viso, Dos Torres y Pozoblanco.

He pernoctado en el hostal Los Encinares (Villanueva, 35 € h. individual) y Casa Rural La Jara (a 3 km de Hinojosa por pista forestal en perfecto estado. 30 € h. individual, desayuno incluido).

Para comer hay suficientes pueblos con todo lo necesario y las distancias entre ellos no son excesivas. La zona tampoco es demasiado cara para lo que se estila actualmente (2022).

Aunque hace años que tenía ganas de visitar la zona, quizá no lo hubiera hecho de no encontrarme casi de casualidad con la página de AL-BALLUT (https://alballut.com/) a los que les deseo todo el éxito que se merecen.  




 
 

jueves, 27 de octubre de 2022

Vía Verde del Val de Zafán II - Valderrobres y regreso


Un monumental portal da acceso al viejo caserón. A mi izquierda una larga barra, al otro lado la camarera.

-Buenas tardes, una cerveza, por favor.

Uno, en un vetusto local de un antiguo pueblo aragonés, espera una respuesta con acento maño y no en un extraño español con acento lituano. Repuesto de la sorpresa, dejo el casco a un lado y hecho un vistazo a mi alrededor, el local es acogedor, amplio y oscuro, en contraste, al fondo del local, unos altos ventanales dejan entrar la luz pálida del atardecer. Al acercarme compruebo que no son ventanas sino puertas que dan acceso a un estrecho y largo balcón de forja que recorre la fachada posterior del edificio. No parece muy sólido, pero si después de tantos años no se ha derrumbado, creo que no lo hará hoy. Constato que hay unas estrechas mesas con una silla a cada lado que se corresponden con las puertas, no hay forma de pasar de unas a otras, el balcón es tan estrecho que al sentarte quedas encajado entre la dura pared de piedra y la fría barandilla de forja. Solo dos posibilidades, mirar hacia levante o poniente. Escojo esta última y contemplo como el río Matarraña, amplio y pausado, lame los tajamares del puente y sus aguas se tiñen de un color dorado por un sol ya bajo. Algunos patos buscan las orillas y los pájaros con jolgorio se refugian en la arboleda. Se encienden las primeras farolas y las estrellas pujan por dejarse ver.


 

Estoy solo, mis compañeros ya están en el hotel. Yo he preferido dar una vuelta por el pueblo y aprovechar la bonita luz del atardecer para hacer unas fotos. El pueblo es monumental, se accede a la parte vieja, en la orilla derecha del Matarraña, por un monumental puente de piedra. Al otro lado nos da la bienvenida el portal de San Roque, arco que formó parte de unas de las siete puertas de la antigua muralla. Cruzamos bajo él y nos encontramos con una plaza rectangular enmarcada por una serie de antiguos caserones como la Fonda, donde nos alojamos, o el edificio renacentista del ayuntamiento y de la que parten una serie de estrechas calles escalonadas que nos llevan hasta la parte alta del pueblo. Los edificios más importantes; la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, ya declarada Monumento Histórico durante la segunda república, y el palacio-castillo que perteneció al obispado de Zaragoza. Hoy están musealizadas y se pueden visitar conjuntamente, desgraciadamente es demasiado tarde y van a cerrar. Desciendo en espiral por estas calles plenas de escaleras, viejos edificios de piedra, balcones de madera y grandes aleros, que vuelan sobre la calle con la esperanza de abrazarse unos a otros. Los geranios que cuelgan de las ventanas, ponen el punto de color.


 

Se hace tarde y es hora de cenar, tendré que ir al hotel, darme una ducha y llamar a los compañeros.

Salimos buscando un local para cenar, nos cuesta decidirnos, yo quería algo típico y representativo de la tierra, de los demás aún sigo con la incógnita.

Terminamos cruzando hasta el arrabal, la parte moderna del pueblo y donde vive la mayoría de la población y aunque carece de interés artístico, tiene una plaza junto al puente con varios garitos. La verdad es que no era lo que esperaba, son locales estandarizados, comida encorsetada y poco atractiva, pero que le vamos a hacer, hay que cenar, y el apoyo de mis compañeros para buscar algo más tradicional es escaso.


 

A la mañana bajamos a desayunar al restaurante del hotel y a pesar de decirles que no queríamos el desayuno continental, nos lo cobraron. Nos parece poco ético, por no utilizar otros adjetivos, que por una tostada con aceite y un café con leche te cobren 7 euros. A su favor, las facilidades que nos dieron para dejar las bicicletas en un almacén cercano. 


 

Nos ponemos en marcha buscando el viejo camino de Valderrobres a Cretas que está tras el altozano que domina el pueblo, lo que nos hará sufrir pendientes de más del 15 por ciento, en frío y después del desayuno.

Ahora el camino ondula entre campos de labor y pequeñas manchas de coscoja y pinar. El piso, que en principio es de asfalto, cambia a tierra, pero sigue estando en buen estado y señalizado con unas flechitas verde fluorescente indicando la vía verde. Justo tras pasar sobre ella, otra flechita nos indica que giremos a la izquierda y por una trialera acceder a la plataforma de la vía verde, justo antes de la estación de Valderrobres.


 

Continuamos en dirección a Tortosa y pronto alcanzamos la estación de Cretas, donde dejamos la vía verde el día anterior. Hay una fuente y aprovechamos para llenar los bidones.

Desde Valderrobres, la vía verde lleva una ligera pendiente negativa hacia el río Algars, límite entre Aragón y Cataluña, y Arnes-Lledó, que se estabiliza e incluso se hace positiva hasta Horta de Sant Joan, en que se hará negativa definitivamente hasta llegar a Tortosa.

Horta de Sant Joan; tan cerca, tan lejos. Mis compañeros han comenzado una loca carrera hacia el destino sin puntos intermedios. Me hubiera gustado visitar Horta y su centro Picasso. Es el pueblo natal de Manuel Pallares, amigo de Pablo y en el que Picasso paso algunas temporadas y concibió su pintura protocubista a principios del siglo XX.

Pero no siempre es posible hacer lo que uno quiere y no queda más remedio que adaptarse, o como dice un amigo mío; Matías, “hay que dejarse algo para poder volver”. Solo nos permitiremos la licencia de hacer un pequeño descanso en el santuario de la Fontcalda. Un café y otra vez a la vía.


 

El pedalear es fácil y los kilómetros caen rápidos. Alcanzamos a la altura de Xerta a un numeroso grupo de ciclistas, creo que asturianos. Si no me equivoco, llevaban un par de días por la vía verde, creo recordar que venían de Alcañiz y habían hecho noche en Horta de Sant Joan.

Los dejamos atrás y antes de lo previsto ya estábamos en la estación de Aldover, y “como lo prometido es deuda” -el día antes le habíamos dicho al dueño del local que llegaríamos hoy a comer-, nos sentamos a la mesa. El local es sencillo y tiene una agradable terraza en el propio anden, si a ello unimos la grata temperatura de la que disfrutamos en este final de octubre, tendremos unos buenos ingredientes para poder disfrutar de la comida.

El menú a la brasa y también sencillo. Para mí; morcilla, chorizo, salchicha, ensalada para todos y pan con jamón de aperitivo, una lonchita, que en esta zona se despilfarra poco. 15 euros de precio fijo, cerveza y demás aditamentos se pagan aparte.

Poco tiempo después cruzábamos el rojo puente sobre el Ebro, inicio y final de nuestra aventura. Ya solo queda regresar a Murcia.

 

 Mariano Vicente, octubre de 2022 




 

miércoles, 26 de octubre de 2022

Vías Verdes del Zafán, Tierra Alta y Bajo Ebro

 

Vía Verde de Val de Zafán, Tierra Alta (Terra Alta) y Bajo Ebro (Baix Ebre)

Desde tierras de Teruel hasta el Delta del Ebro, más de 100 kilómetros por esta vía verde que utiliza la vieja infraestructura ferroviaria que unía La Puebla de Híjar con Tortosa, buscaba dar salida al mar de los productos agrícolas aragoneses y al carbón de las cuencas mineras turolenses. Tuvo una vida efímera, apenas 30 años a pleno funcionamiento. A las obras les dio el pistoletazo de salida el propio Alfonso XII en 1882 inaugurándose el primer tramo de la línea entre La Puebla de Híjar y Alcañiz en 1895, aunque no sería hasta 1942 que llegaría a Tortosa. El derrumbamiento del túnel de Bot en 1973 dio la excusa perfecta al estado para su clausura dada su baja rentabilidad.

Este interesante recorrido nos ofrece un agradable y enriquecedor vieje por un variado catálogo de paisajes salpicados de túneles, viaductos y monumentales pueblos. Desde Alcañiz a la estación de Valdealgorfa, es un recorrido de tráfico compartido, la verdadera vía verde comienza aquí y llega hasta Tortosa. Cambia de nombre según pasa de una comarca a otra. En Arnes-Lledó se llama de la Terra Alta y en Pinell lo hace como del Baix Ebre. Al principio discurre entre cultivos que delimitan lomas y barrancos, hasta desembocar en el valle del río Matarraña, cerrado por el macizo de los Puertos de Beceite. Desciende desde Cretas hasta el río Algars, límite entre Aragón y Cataluña, para introducirse en un laberinto de túneles y viaductos que atraviesan la sierra, para adentrarse en el valle del río Canaletes hasta desembocar en el Ebro. El recorrido nos deparará espectaculares hitos como las Rocas del Benet, el valle del Matarraña, el santuario de Foncalda y el propio río Canaletas, o pueblos como Alcañiz, Valderrobres, Torre del Compte, Cretas, Arnes u Horta de Sant Joan.
 
Primer día: De Tortosa a Valderrobres

Lo previsto; era hacerla en sentido descendente, de Aragón a Cataluña, pero por vicisitudes varias, sobre todo un fuerte golpe en las costillas camino de Frula, y el ofrecimiento de un par de compañeros para hacerla juntos, deriva en hacer el recorrido al revés, en sentido ascendente, entre Tortosa y Valderrobres. Yo quería dejar el coche en Alcañiz o Valderrobres, “bajar” hasta Tortosa, hacer al día siguiente el Delta del Ebro para regresar en autobús a por el coche. La decisión final fue: Nada de autobús; subimos y al día siguiente bajamos. Como llegaremos pronto, nos vamos para casa.

Llegamos a Tortosa en una noche cálida y tranquila, con el tiempo justo para ir a cenar, nos alojamos en un hotel (Tortosa Parc), cerca del comienzo de la vía verde y nos tiramos a la calle buscando algo para cenar y lo encontramos muy cerca del hotel, Bokatines creo que se llama el local y sí; como su nombre indica, cenamos a base de pequeños bocadillos que estaban muy ricos.
Sobre las ocho y media estábamos preparando las bicis y antes de las nueve ya estábamos pedaleando. Buscábamos un local para desayunar, pero nos encontramos antes con el rojo puente con el que la vía verde salva el Ebro, y como un imam nos atrajo hacia él, adiós desayuno. Seguimos con la esperanza de encontrar algo en Aldover. La vía se dirige hacia Roquetes, puerta del Parc Natural dels Ports.
 
Aldover; en la misma estación, un local abierto con café y unas brasas sugerentes para el medio día. Quizá mañana sea una buena opción. Estamos en el kilómetro 9 de lo que se llama vía verde del Baix-Ebre, 26 kilómetros de piso con tratamiento asfaltico entre Tortosa y El Pinel de Brai. La vía trascurre junto al Ebro y habremos de pasar la nada despreciable cifra de 19 túneles.
Donde la anchura del valle lo permite, la huerta se adueña del terreno, en las partes bajas prosperan naranjos y mandarinos, en las altas, las viñas se intercalan con los olivos. Junto a estaciones y otras pequeñas construcciones ferroviarias son frecuentes las higueras.

Uno de los primeros hitos importantes de la ruta será la población de Cherta dónde lo que más llamó nuestra atención fue, el limógrafo de azulejos que señala las avenidas del Ebro en la fachada principal de la iglesia. La más grande superó los 10 metros y sucedió el año 1787. En la rehabilitada estación, con letras azules sobre azulejos blancos se lee la palabra Cherta, hoy día, un verdadero anacronismo. Una empresa, de las que ahora llaman de turismo sostenible, tiene montado un buen tinglado con furgonetas, remolques y bicicletas, para organizar paseos guiados por la vía verde, especialmente para niños.
   
Seguimos a delante y nos encontramos con una serie de túneles que darán acceso al azud de Cherta, tres kilómetros aguas arriba de la población. Importante obra hidráulica, quizá de época árabe, construida en diagonal de orilla a orilla con más de 300 metros de longitud y 6 de altura. Su finalidad, elevar parte del agua del río para derivarla hacia los canales de riego de ambas orillas. Aunque se tienen noticias fidedignas de su uso ya en el siglo XV, no sería hasta mitad del XIX cuando se terminaría el canal de la margen derecha y en 1912 el de la izquierda. Hay también una poco agraciada central eléctrica en la margen derecha.

Volvemos a los túneles que se suceden, uno tras de otro, tratando de avanzar por las entrañas de una abrupta sierra de rojizas y verticales paredes que constriñen el Ebro. En un anchurón nos dimos de bruces con la restaurada estación de Benifallet. Por desgracia con el bar cerrado, solo abre viernes, sábado y domingo. Estamos en miércoles, adiós a nuestro almuerzo. Algo frustrados, creo que este tipo de locales que utilizan antiguas estaciones deberían estar abiertos todos los días de la semana y no solo mirar por la “pela”.

A la salida de uno de los múltiples túneles nos encontramos de sopetón con el soberbio viaducto de Riberola sobre el encañonado río Canaletes, verdadera frontera con la Tierra Alta, aunque el punto oficial es la estación de El Pinell de Brai reconvertida en restaurante. Más túneles dan paso al santuario de la Fontcalda, situado en un paraje grandioso donde las aguas se abren paso entre inmensas paredes de piedra formando enormes pozas, verdaderas piscinas naturales en plena sierra de Pàndols-Cavalls. Recibe su nombre de una fuente que, a decir de las gentes, es minero-medicinal y santona. Brota a unos 28 grados de temperatura en la margen izquierda del río por lo que ha venido al pelo para montar un balneario, aunque su virgen es venerada ya desde el siglo XIV por las gentes de Prat de Conte y Gandesa.

Seguimos atravesando túneles y dejamos atrás la estación de Prat de Conte, con algunos servicios como el restaurante que indefectiblemente está cerrado. El terreno sigue siendo abrupto, con grandes barrancos que atraviesan airosos viaductos, junto a uno de estos, creo del río Canaletes, un banco de madera pintado de colorines, al parecer, es una de las creaciones del “Art al Ras”, conjunto de obras de diferentes artistas repartidas por la Tierra Alta de las que me voy a abstener de opinar. El paisaje se abre en grandes espacios conformado profundos barrancos, la vía forma un inmenso arco hasta la población de Bot, bonito pueblo con dos bares y una brasería Laia. Nos decidimos por esta última y no nos equivocamos, manitas de cerdo a la brasa y otras “marranerías”. ¡Que lo voy hacer; del marrano hasta los andares! ¡Soy culpable!

La estación está rehabilitada y se montó algún tipo de tinglado del tipo Espacios de la Batalla del Ebro o algo así. En el andén, un pequeño coche de los de reconocimiento de vía que, como la estación, también está cerrada. Creo que esto es un problema al que nos enfrentamos los jubilados al no viajar en fin de semana ¡Que le vamos hacer! El paisaje se sigue abriendo cada vez más y los cultivos empiezan a adueñarse del terreno. La siguiente estación es Horta de Sant Joan y a continuación la d´Arnes y el viaducto sobre el río Algars, límite entre la Tierra Alta y Val de Zafan, ya en Aragón.
 
Este tramo tiene una longitud de 23 kilómetros de tratamiento asfaltico y hemos superado 20 túneles, casi todos iluminados, y 5 viaductos. En el Km 20 se ubica el túnel "culpable" del cierre de la línea al derrumbarse parcialmente. Una pista esquiva el túnel por el exterior sin demasiadas complicaciones.

En la estación de Cretas decidimos abandonar la vía verde para irnos en busca de Valderrobres. Primero por un camino y después por la carretera de Cretas a Valderrobres. Pasamos el puente gótico sobre el Matarraña para entrar en la población bajo el portal de San Roque y no fuimos mucho más allá, porque el alojamiento lo teníamos en la misma plaza del pueblo, junto al ayuntamiento. Lo que hicimos esa noche y el recorrido del día siguiente lo dejo para otra ocasión.

Mariano Vicente, finales de octubre de 2022

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sábado, 17 de septiembre de 2022

La Monegrina y yo

 


 La semana pasada, el 10 de septiembre, se celebró la Monegrina y allí estaba yo, en esa España rural, despoblada, algo olvidada, y porque no, también desconocida. Una España con un reloj que atrasa y no por culpa suya. Mi relación con la Monegrina ha sido buena, me gusto cuando estuve la primera vez, antes de la pandemia y me ha gustado mucho también este año, a pesar de que no me encontraba en las mejores condiciones. He de destacar los buenos detalles de la organización como mandarme una preciosa postal como recordatorio o la atractiva camiseta que me han dado con la inscripción.


 
Y no, no es una marcha de esas pensadas para enmascarar competiciones, o “ultranosequé”, que ahora están tan de moda. Es algo más clásico, con bicis de acero y cromo, de aquellas que llevan los cables de freno por fuera y las palancas de cambio en el cuadro, los pedales con rastrales y unos cuantos años encima. Lo peor; sus dueños, los ciclistas. He de reconocer que, a pesar de ser amigos míos, no es gente muy normal. Están profundamente obsesionados con los cuadros antiguos, cuanto más viejos mejor, el óxido les pone y más aún restaurarlos. Vienen con mallot viejunos que se caen a pedazos, de una lana cuyas ovejas hace tiempo que dejaron de ser vírgenes, y lo que es peor, se sienten de lo más orgullosos. Fanáticos de un ciclismo en blanco y negro ya desaparecido. Y lo peor es que es algo contagioso, yo era un ciclista sin pretensiones, de andar por casa, y ahora me voy arrastrando por media España para acudir a este tipo de pruebas. He de reconocer que admiro su entusiasmo, el conocimiento que tienen de todo ese mundo del ciclismo añejo, su pasión desbordada. Pero son peligrosos, muy peligrosos, una verdadera droga.

 



Siendo ferroviario y al precio que está la gasolina opte por el tren para ir hasta Los Monegros. Y no tardé mucho más que con el coche, unas 12 horitas de nada, pero tener en cuenta que vengo desde Murcia y para los que no lo sepan, también hay otras partes de España desconocidas. Esta está al fondo, allá abajo, en una esquinita de la península rodeada por el Mediterráneo. Un regional hasta Zaragoza y otro hasta Tardienta y los pocos kilómetros que quedaban hasta Frula los hice con la bici. En estos casos odio profundamente a los madrileños, ¡tan cerca de todas partes!

 
Frula, en Huesca, va a ser el epicentro de un encuentro de ciclismo clásico con dos partes bien diferenciadas; de un lado “La Bestia”: Monegrina Classic Divide. 300 kilómetros sobre una clásica y en plena noche. Y La Monegrina, algo mucho más razonable, “solo” 60 kilómetros y un par de avituallamientos. Pero comencemos por el principio, a las 8 y 26 se pone en marcha mi tren, he escogido el regional en lugar de Aves y demás bichos porque me permite llevar la bicicleta sin desmontar simplemente colgada de un gancho. El tren completo entre Murcia y Valencia. Y, “ventajas” de la despoblación, el siguiente tramo hacia Teruel y Zaragoza casi vacío. Momento ideal para comer el bocadillo. Me levanto, alzo los brazos hacia la mochila que se encuentra en el porta maletas. Bandazo del tren y caigo cuan largo soy sobre el asiento que se encuentra a mi espalda. “Golpazo” con el costillar izquierdo sobre el armazón de fibra de vidrio del asiento. ¡Coño que dolor! No puedo respirar, no me puedo mover. Por fin logro levantarme, han pasado varios minutos. Me siento e intento recomponerme. Esto debe ser el colmo de un ferroviario, 43 años trabajando en el tren y es la primera vez que me ocurre algo semejante.


 
En Zaragoza me decido por Goya, al menos es un punto civilizado, no como esas nuevas estaciones de hormigón, horribles e impersonales. Tres horas después estoy en Tardienta, monto las bolsas y a pedalear. Es duro, apenas puedo respirar, no puedo hinchar los pulmones, por lo que doy pequeñas bocanadas poco profundas y rápidas como un pez que se queda sin agua. La noche me regala una enorme luna, cálida y luminosa, de un bonito tono pastel. El ambiente es templado, pero no agobia, pronto las luces de Frula se recortan sobre el horizonte bajo la luna. En la puerta del albergue los amigos me están esperando, nos tomamos unas cervezas en la terraza y cenamos allí mismo y a dormir. Veremos cómo me levanto mañana.


 
La organización ha montado un arco hinchable para la salida y en el pabellón una mezcla entre museo ciclista y bazar. Nos entregan credenciales y dorsales, me ha correspondido el 24 y está pirograbado en una preciosa pieza trapezoidal de madera junto a la palabra: La Monegrina. La cuelgo en la parte delantera del cuadro y me voy hacia el punto de salida. Me entretengo en dar una vuelta, cámara en mano, a los compañeros situados tras el arco. Se da la salida. Me esfuerzo, pero voy el último, sigo sin poder respirar. Decido seguir pedaleando en modo supervivencia, tratando de obtener el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo y no me va mal, el grupo no logra alejarse demasiado. Pedaleamos por un terreno tendido con suaves ondulaciones. La carretera, rodeada de campos de maíz regados por aspersores que en ocasiones invaden la calzada. Están funcionando a pleno sol y luego nos critican a los murcianos, dicen que gastamos mucha agua y lo tenemos todo por goteo y hasta informatizado.


 
Afortunadamente pronto llegamos a Cantalobos lugar del primer avituallamiento, los vecinos se esfuerzan año tras año en agasajar a los participantes y a fe mía que lo consiguen. Ricos embutidos, cervezas y refrescos, fruta, la verdad es que no falta de nada, es un piscolabis variado y abundante, disfrutándolo con compañeros y amigos, que más se puede pedir. Nos echamos de nuevo al camino, me lo tomo con calma y aviso para que no me esperen, al llegar a Alcubierre no subiré el puerto y continuaré directamente a Robres, los esperaré en las piscinas. En la participación anterior subí el puerto, incluso hice un alto para visitar lo que se ha dado en llamar la ruta George Orwell. Eric Arthur Blair, hijo de la Gran Bretaña, se alistó en las milicias del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) que estaba muy de moda por aquellas fechas y fue destinado a un lugar tranquilo, la sierra de Alcubierre en enero de 1937, más peligroso por el frío que por el enemigo. A los pocos meses que paso allí, les saco buen provecho, cosa por otra parte muy británica, publicando un libro titulado “Homenaje a Cataluña”, supuestas memorias de los seis meses que pasó como miliciano entre Barcelona y el Frente de Aragón. Aquí, en Robres hay un Centro de Interpretación de la Guerra Civil, pero yo bastante tengo con recuperarme junto a la piscina con una buena jarra de cerveza.


 
Poco a poco van llegando los demás participantes y comienzan a servir el segundo avituallamiento compuesto sobre todo por tortilla de patatas, migas, cerveza, refrescos, chocolate y magdalenas. Ahíto el personal, retomamos el recorrido por los llanos de la Violada hacia Torralba y su iglesia parroquial de San Pedro ad Víncula situada sobre un altozano que domina el pueblo. Para conquistarla habrá que esforzarse, yo al menos llego sin respiración y con un fuerte dolor en las costillas. El edificio es de mampostería y piedra sillar, del siglo XVI, una galería de arcos de medio punto de ladrillo recorre la parte alta. Adosada en su cabecera una torre cuadrada de ladrillo y estilo mudéjar de cinco cuerpos, decorada con esquinillas, zigzags, rombos y cruces. Hay que descender y para algunos no es fácil, nuestras vetustas monturas no frenan tan bien como pudiera parecer y obligan a más de uno a echar pie a tierra.


El camino hacia Frula es un paseo entre campos de maíz. Nos espera un buen baño en las piscinas y una comida de hermandad a base de paella de la que se sienten muy orgullosos los vecinos del pueblo. Premios, proyectos, promesas, abrazos, despedidas, es hora del regreso. Otros nos quedamos en Frula, a disfrutar de sus piscinas y de los amigos. Mañana será otro día, toca regresar a Murcia, mis costillas no me dejan hacer la vía verde del Zafan como tenía previsto para “aprovechar” el viaje.

 
Mariano Vicente, septiembre de 2022




miércoles, 13 de julio de 2022

Serranía de Albarracín (Crónica)

 


Eran poco más de las nueve treinta cuando se presentó Victoria a recogerme, ya había hecho lo propio con Matías y su bicicleta ya estaba colocada sobre el porta bicis, solo quedaba colocar la mía y al camino. Nuestro propósito; un recorrido de dos días por la serranía de Albarracín, lo que hoy se ha dado en llamar la España Vacía.


 

No teníamos prisa y optamos por la vía quizá más lenta, la de Cuenca, al tener menos kilómetros de autovía, pero infinitamente más atractiva. Condujimos hasta más allá de Albacete para parar a tomar algo en El Molino, solo fue un café helado, pues había desayunado en Murcia minutos antes de subir al coche. En La Gineta abandonamos la autovía para dirigirnos hacia Tarazona de la Mancha. En Quintanar del Rey nos equivocamos y terminamos haciendo un recorrido turístico por el pueblo. Pasada Motilla del Palancar, empezamos a notar con intensidad el vacío de esa España a la que apenas prestamos atención. 


 

Habíamos atravesado el Jucar y otro río más modesto, pero con abundante vegetación; el Valdemenbra. Por Monteagudo de las salinas, el Gualdazón y cerca de Cañete nos acercamos al Cabriel. Ya la soledad se deja sentir con fuerza, tenemos hambre y no vemos muchas posibilidades de conseguir aplacarla. Después de algunas vicisitudes terminamos en un pueblecito de nombre peculiar; Moscardón, donde conseguimos comer de forma aceptable en un local que creo que fue antes un antiguo horno.


      

Se nos muestra Albarracín sobre un altozano, en un meandro del Guadalaviar, vigilada y protegida por el castillo de los Banu Razín. Dejamos el coche en un aparcamiento a las afueras, que no estaba a más de cien metros de nuestro hotel. Siesta y posterior recorrido por este bonito pueblo declarado Monumento Nacional desde 1961. Paseamos entre su peculiar arquitectura de casas modestas sustentadas por gruesos maderos y tabiques de yeso de un color rojizo característico. Los pisos altos y los tejados se aproximan en voladizo sobre la calle, casi hasta tocarse unos con otros, en un intento desesperado de ganar espacio. Las torturadas callejas, se retuercen buscando un vano resquicio de amplitud, sin un solo metro horizontal, empedradas y oscuras. Solo las macetas de rojos geranios, ayudados por los vivos colores de puertas y ventanas defendidas en rica forja, alegran las fachadas con un toque de color. Sin darnos cuenta terminamos en un antiguo molino hidráulico, hoy reconvertido en lugar de ocio. Terminamos probando cervezas rubias y tostadas. La cena la resolvimos en el casino del pueblo. 


 

En marcha.

Amanece un nuevo día y solo tenemos un problema; dónde desayunar. En este pueblo no madrugan los bares, en el Casino nos dijeron que a las ocho treinta y era el más madrugador. Esperamos en la puerta, pasan ya diez minutos de la hora cuando vemos algo de movimiento. ¡Por fin entramos a desayunar! Cuando íbamos a comenzar la ruta surge un nuevo contratiempo, Victoria debe resolver un problema de trabajo, ha de hacerlo online, por lo que debe de estar en un sitio tranquilo y con buena cobertura. Decide que lo hará en Bronchales, en el hotel que hemos reservado para hoy, Ella ira en el coche y nosotros haremos el recorrido previsto en bici, si puede, irá a nuestro encuentro. 


 

Entre unas cosas y otras comenzamos a pedalear pasadas las diez de la mañana y el calor empieza a dejarse notar. Albarracín queda a nuestra espalda, soberbia y majestuosa, como una corona de rubís sobre la áspera frente de la montaña. Discurre el Guadalaviar entre altas paredes calizas serpenteando entre rocas y la carretera lo sigue como fiel amante. La roca se cierra sobre nuestras cabezas y los chopos acarician sus vientres. Los bosques de chaparras colonizan las laderas, el sol, de un azul profundo que solo motean algunas manchas blancas, luce amenazante.


    

La sierra de Albarracín es rica en leyendas, muchas hablan del amor, normalmente entre moros y cristianos o entre ricos y pobres, pero hay uno que se aparta un poco de estos criterios, es la leyenda de “La cueva de la mora”, precisamente por la zona en que pedaleamos. Cuenta que un guerrero musulmán, antes de partir a la guerra, escondió a su mujer en una cueva junto al río Guadalaviar con la idea de que no saliera hasta que él volviera. Pero esté, jamás regresó. Ella lo siguió esperando eternamente. Por eso, desde entonces, pasea por las orillas del río en las mañanas de San Juan acicalándose el pelo con un peine de oro. Nadie puede acercarse a verla, pues a los ingenuos que lo intentan los convierte en piedra lanzándoles el peine.


 

Dejamos atrás unas buitreras y en el paraje de Entrambasaguas abandonamos el Guadalaviar para introducirnos por el estrecho valle del río Blanco hacia Colomarde. Aparece el pueblo entre los riscos y el río que la carretera parte por la mitad. A la salida, el barranco de la Hoz forma un coqueto desfiladero modelado sobre la piedra toba de las laderas. Nosotros nos preocupamos más por el duro puerto de Las Banderas, no muy largo, pero de fuertes rampas que aun parecen más pinas por un sol que cae a plomo. Coronamos y conversamos con otros ciclistas que vienen en sentido contrario sobre lo que nos espera, y no parece muy divertido, especialmente el tramo anterior a Guadalaviar. Nos hacemos las fotos de rigor y nos dejamos caer hacia Frías de Albarracín.


 

El pueblo, situado a pie de puerto sobre un pequeño cerro nos ofrece un par de bares, uno de ellos abierto, junto a la carretera con la terraza a la sombra de unos árboles, que mejor lugar para tomarnos un tentempié. Jamón, queso y un par de salchichas de orza. No sabía si pedir cerveza o vino, lo que me trajo a la cabeza otra leyenda porque las brujas siempre han dado mucho juego en la zona. Cuenta que las de Frías, a la caída de la noche, entraban a beberse el vino de las bodegas, lo mezclaban con hierbas y semillas produciendo un elixir que las llevaba al éxtasis. Especial predilección tenían por el vino del Tío Candelas, el mejor de la comarca al decir de las malas lenguas. Desesperado por la desaparición de sus caldos, decide vigilar la bodega noche y día. Al filo de la media noche vio llegar a unos seres volando sobre escobas que se introducían por la chimenea. Corrió y al abrir la puerta no vio otra cosa que una serie de horcas apoyadas en los toneles, molesto, agarró un hierro incandescente de la hoguera y marcó, una a una todas las horcas. A la mañana siguiente más de la mitad de las mujeres del pueblo llevaban la marca del hierro incandescente.




Desde nuestra posición vemos la iglesia de la Asunción, una de las obras más importantes de estilo neoclásico de la provincia de Teruel, pero como casi todas, está cerrada. No tenemos prisa, nos lo tomamos con calma, venimos a disfrutar, pero lo pagaremos más tarde con un sol de justicia. Veníamos a Teruel a pasar frío y nos encontramos con una ola de calor que está batiendo récor. Salimos de Frías en dirección al nacimiento del Tajo, pedaleamos por una carretera solitaria que va ganando altura, aun lado, la espectacular sima de Frías, una impactante dolina de casi 100 metros de diámetro de boca, al otro, pinares y monte bajo. El cielo se está volviendo de un color extraño, como de plomo derretido, o es azul clarito y yo estoy desvariando. No sé a quién se le ocurrió plantar unas extravagantes figuras plateadas en medio del campo, dicen que es el nacimiento del Tajo y no lo pongo en duda, en algún lado tiene que nacer. Lo mejor de todo una pequeña fuente que nos refresca y permite rellenar los bidones.


 

En el siguiente cruce nos desviamos hacia Guadalaviar y Griegos, pero no será fácil llegar, nos espera un puerto corto, pero matón, con desniveles medios superiores al diez por ciento a las tres de la tarde, hay que pasar los Montes Universales. Solo, la sombra de algunos pinos, nos alegran el momento. A la mitad de la subida descubro una diminuta fuente con un hilillo de agua, eso sí, fresca y sabrosa. Paramos e intentamos refrescarnos. Logro coronar sus 1.790 metros y me siento en una piedra, a la sombra de la ladera, tratando de recobrar el aliento mientras llega Matías. Nos dejamos caer hacia Guadalaviar, pueblo de trashumantes situado a 1.500 metros de altura, hasta tiene un museo sobre el tema y una pequeña plaza de toros excavada en la roca. Buscamos con desesperación un local donde refrescarnos, lo encontramos, es el teleclub y acabamos con sus existencias de bebida isotónica, y hasta me tome un helado. 


 

Llama Victoria, y no es la primera vez que lo hace, pero la cobertura escasea, no debemos olvidar a aquello de la España olvidada. Está en Griegos, nos vamos hacia allá. La maledicencia dice que es el pueblo más frío de España, pero hoy no lo demuestra, sus ciento treinta y seis vecinos deben estar a la sombra porque en la calle no se ven muchos, claro que tampoco son horas. También atesora el hito de ser el segundo pueblo más alto de España con 1.601 metros de altitud, el primero está cerca de aquí, Valdelinares con 1.692 metros sobre el nivel del mar. Tomamos otro refresco y los tres nos encaminamos hacia Bronchales. Me pongo nervioso cuando veo el anuncio de un nuevo puerto, pero tengo la esperanza de no tener que subirlo, seguramente es el que lleva a la Muela de San Juan y las pistas de esquí de fondo. Seguimos subiendo, con suavidad, pero subiendo, entre un hermoso pinar, pero subiendo. Ha sido un día duro, estoy muy cansado. Casi todo el recorrido, calculo que el noventa por ciento, ha sido subida y la ola de calor no ha ayudado precisamente.


     

Tomamos ahora una carretera que nos interna en plena sierra del Tremedal, con un pedalear relativamente cómodo entre hermosos pinos, pero como el resto de la ruta, siempre pica para arriba, o al menos a mí me lo parece. Mientras pedaleo no puedo evitar que la cabeza funcione a su aire, pienso en el destino y recuerdo una vieja leyenda, el mito del dragón de Bronchales, era un animal único en su especie, no lo aplacaban los sacrificios humanos, sino algo más pragmático; los dulces y la leche de las mujeres recién paridas, quizá esto último fue lo que le llevo a su perdición, a los españoles no les gusta que un extraño chupe la teta de sus mujeres. El animal no muere como lo hubiera hecho cualquier otro dragón europeo, a manos de un aguerrido caballero, sino asado en su propia cueva a manos de los campesinos. El pinar es denso y abundante en fuentes, en la del Canto paramos a descansar, es un área de descanso que hasta tiene bar y todo, pero también están la de La Cañada y Sierra Alta. En medio de la pinada aparece un enorme camping, el de las Corralizas, familiar y con un aspecto sugerente, en él que no nos entretenemos bajo la promesa de que pronto comienza la bajada y llega Bronchales con ducha y cerveza fría. 


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Mariano Vicente, julio de 2022