miércoles, 23 de noviembre de 2022

Al-Ballut. Bikepacking en Los Pedroches

“La belleza está en los ojos que miran; ellos la ponen”. Francisco Umbral.

Primer día.

Domingo, son las ocho y media, Villanueva duerme bajo un espeso manto de niebla. Con un humeante café en la mano espero que levante. Parecen haberse puesto de acuerdo, tiempo y niebla siguen Inmutables. Desesperado me tiro a la carretera. Abandono Villanueva con el pueblo sumido en la bruma y el silencio. Ni un ladrido, ni un mugido, nada que rompa la tranquilidad más absoluta, salvo el rodar de los neumáticos sobre el asfalto. La dehesa se adivina más que se ve. Poco a poco el ojo se va acostumbrando a la niebla y empieza distinguir con dificultad árboles y animales. Vacas, ovejas y el rey de la comarca, el cerdo ibérico, negro y fino, de altos perniles, que hociquea glotón bajo las encinas.
 
Con el avance del día se difumina la niebla. Dehesa infinita. Suelos de granito que apenas cubre la hierba, encinas milenarias y pastoreo, características que marcan la personalidad de la zona e influyen en su devenir histórico y económico.
 
La verde y ocre penillanura de Los Pedroches se extiende hacia el oeste, flanqueada al norte y al este por la sierra de Madrona y Andújar. Estamos al sur de Sierra Morena, escalón que separa la altiplanicie de la Meseta, por un lado, y el valle del Guadalquivir, por el otro. Frontera que separa un territorio poco poblado, agreste y en cierto modo olvidado.

 



Se dan en la zona anacronismos como la finca La Garganta, con quince mil hectáreas, el mayor latifundio de España. Propiedad de la compañía minera Río Tinto, pasó a manos del duque Francisco de Baviera y en 2001 la adquirió el duque de Westminster, lord Gerald Cavendish Grosvenor, uno de los hombres más ricos del mundo. La Garganta era —y probablemente sea—, uno de los mayores santuarios de caza de Europa, solaz de personajes de las altas finanzas, políticos y miembros de la aristocracia como Guillermo y Enrique de Inglaterra, Juan Carlos I o Carolina de Mónaco. En época de caza, las piezas eran empujadas con perros hacia el embudo natural que formaba la garganta y allí eran acechados por los cazadores. La finca da trabajo a un número indeterminado —mayor en la época de caza— de personas, en especial vecinos de Villanueva y Conquista.
 
Diecisiete pueblos nos esperan, interconectados por una red de carreteras, caminos y cañadas que serán nuestro hilo de Ariana en estos dos días de pedaleo entre imponentes castillos y laberínticos muros que defienden los árboles de los ganados trashumantes. Es la mayor dehesa de Europa y donde pasta uno de mis bichos más admirados; el cerdo ibérico.

La palabra Al-Ballut hace referencia en árabe a «llano de las bellotas», campos que llegan hasta donde alcanza la vista. La comarca por la que pedaleamos, Los Pedroches, coincide casi con exactitud con la antigua kura de Fahs al-Ballut del territorio musulmán de Beturia. Y ya que estamos hablando de palabras, hay otra que es una constante aquí; dehesa. Vocablo que proviene del latín “defensa” y hace referencia a las interminables paredes de piedra que sirvieron y sirven, por un lado, para defender los cultivos del ganado trashumante y por otro, para retener dentro de la finca al ganado propio.
 
La carretera coincide con exactitud con las coladas de Los Pedroches y la del Guijo a Villanueva de Córdoba. El asfalto es bueno, sin arcén, y lo más importante, sin tráfico. Pedaleo ensimismado en la “casi” contemplación de la dehesa, y digo casi, porque el paisaje está suavizado, casi difuminado por la niebla, pero se intuye poderoso y vivo. Veo más ganado lanar que otra cosa, aunque también se deja ver el vacuno y más escasamente el cerdo. Solo un par de piaras y algunos ejemplares sueltos, que huyen en cuanto oyen el rodar de la bicicleta.



Pedroche aparece al otro lado de un altozano. Una pareja de ciclistas se distingue a medio camino entre mi posición y el pueblo. Los espero. Los grabo y saludo, pero no parecen tener ganas de conversación, probablemente sean extranjeros. Continuo y entro en el pueblo, visito el exterior de la iglesia del Salvador y una señora me dice que en un rato habrá misa, pero quiero seguir avanzando y me dirijo hacia El Guijo.

La carretera sigue la misma tónica, un asfalto correcto y nulo tráfico. Me desvío durante unos minutos hasta la ermita de Piedras Santas, agradable lugar junto a un riachuelo. Siete bancos en su interior para acoger a los representantes de las Siete Villas de los Pedroches que se reunían aquí para tratar los asuntos comunes.




 
El terreno ondulado, el silencio absoluto. La dehesa se extiende hasta donde alcanza la vista, que por el norte cierra una sierra apenas intuida. En el Guijo están de obras y una valla corta la carretera. Me arriesgo y la supero por un lateral. Llego a una plaza donde se encuentra la vieja iglesia y dos modernas plazas de aparcamiento para vehículos eléctricos, un contraste muy de nuestros tiempos.
 
Seguimos con las palabras y los significados, por algún lado he leído que El Guijo equivale a “Piedra Grande” erosionada por el tiempo. El pueblo no es demasiado grande y tampoco parece de los más importantes de la zona, pero estuvo habitado desde antiguo, así lo atestiguan los restos arqueológicos, íberos y romanos, hallados en Majadaiglesia. En tiempos de la conquista castellana, la villa de Santa María, como al parecer se llamaba, paso a depender del señorío de Santa Eufemia, convirtiéndose en la puerta de entrada a Córdoba de los ganados trashumantes que procedían de la meseta a través de la Cañada Real Soriana y de La Mesta, que se bifurcan en el pueblo, una hacia Extremadura y otra hacia el interior de Andalucía.


 

Reanudo la marcha en dirección a Santa Eufemia y por una cuestión de tiempo desisto de visitar la ermita de la Virgen de las Cruces, patrona de la localidad, que se encuentra a unos seis kilómetros, doce con la vuelta, del pueblo. Me hubiera gustado ver el baptisterio paleocristiano, en el que se bautizaba a los primeros cristianos por inmersión.
 
En poco más de un kilómetro nos deja por nuestra izquierda la cañada de la Mesta o Merinos, que de las dos formas se llama. Ella sigue hacia el oeste y nosotros nos dirigimos un poco más al norte, hacia la sierra que separan los valles de Alcúdia y Los Pedroches. La dehesa se vuelve más agreste y a los pies de la sierra de la Barca se descubre Santa Eufemia. El Camino Real de Córdoba a Toledo pasaba por el valle de Alcúdia. Antiguo camino, nexo de comunicación entre el centro de la Península y el sur andaluz durante siglos.





En el bar El Parque, mientras me tomo una ración de lechón frito, los lugareños me hablan del castillo, de carreras de bicicleta de montaña con asistencia mundial, de rampas y porcentajes inhumanos, que me “acogotan” de tal manera que desisto de subir al castillo, aunque me pierda las extraordinarias vistas que se dan allí. Según los parroquianos se ve tanto la Meseta como el valle del Guadalquivir. Yo no lo creo, pero el día tampoco acompaña para comprobarlo. Venidos arriba como estaban, no quise tocar el mito de los caballeros italianos, no fuera ser que aquello se alargara demasiado. Cuenta la tradición que el nombre de Santa Eufemia se atribuye a la veneración que por esta virgen tenían los treinta y tres caballeros calabreses que acompañaban al monarca castellano en el momento de la toma del castillo, de hecho, a los naturales de Santa Eufemia se les denomina con el gentilicio de "calabreses". Hay también una “Hermandad de la Santa”, cofradía de tipo militar y treinta y tres “hermanos”, así llamados los cofrades, con bandera, estandarte, alabardas y tambor.
 
Vuelve la dehesa en todo su esplendor. La carretera, solitaria y tranquila, serpentea entre encinares que, poco a poco, se van abriendo, dando lugar a extensos cultivos salpicados aquí y allá de solitarios y hermosos cortijos. Entre unas cosas y otras cruzamos el río Guadamatilla y enlazamos con la vereda de Sevilla y de la Plata que nos acompañará hasta Belalcázar.





El pueblo aparece medio oculto tras el altozano, solo su castillo se mantiene magnánimo sobre el horizonte. National Geographic lo incluye entre los diez castillos españoles de leyenda, el único andaluz junto al granadino de la Calahorra. Situado estratégicamente entre Toledo, Sevilla y Córdoba, es el más alto de España, su torre del homenaje alcanza los 47 metros de altura.




 
Belalcázar, es un pueblo grande, algo “desparramado” como la mayoría de los pueblos manchegos y andaluces, situados en la llanura, de grandes casones de una o dos plantas de fachadas blancas e inacabables calles. Pero lo que más me impresionó, no fue su castillo, a pesar de su grandeza, ni la enorme iglesia parroquial de Santiago el Mayor, de mediados del siglo XV; fueron las ruinas del convento gótico de San Francisco, construido hacia finales del siglo XV, con Bula Papal de Inocencio VIII. Sobrecogen sus arcos de ladrillo volando sobre columnas de piedra, o la propia ruina de un edificio tan magnífico. Debo estar algo nostálgico porque otra cosa que me impresionó fue un viejo caserón de fina forja en ventanas y balcones, del que solo quedaba la fachada y algunos arcos de ladrillo de lo que debió ser la galería del patio. Las higueras pugnaban con las rejas por salir a la calle y hacerse con este tímido sol de otoño.




 
Me voy del pueblo con un mal sabor de boca; no he podido comer, mejor dicho, el lechón de Santa Eufemia no me lo ha permitido, he tenido que conformarme con un café y tres gotitas de anís seco. Continuo hacia Hinojosa por una carretera con las mismas características que las anteriores, pero con un cambio sustancial, hay muchísimo tráfico. La vereda de Hinojosa del Duque la llevamos unas veces a nuestra derecha y otras cruza a nuestra izquierda o coincide con la propia carretera.




 
Entro en Hinojosa bien de tiempo, aún faltan un par de horas para el anochecer, y decido dar un paseo por el pueblo. Me detengo en la plaza del convento de las Madres Concepcionistas, un hermoso edificio construido ya en el siglo XVII. Continuo hacia la iglesia de San juan Bautista, su torre me sirve de referencia sobre los tejados. Es un edificio majestuoso, gótico, de mediados del siglo XV, y dicen las habladurías que en su torre se inspiró Hernán Ruiz III para construir su homónima de la mezquita-catedral de Córdoba. Está en una amplia plaza, enfrentada al ayuntamiento y en un portal cercano una señora en bata y zapatillas. El lechón de Santa Eufemia ya parece digerido, por lo que pregunto a la señora por una cafetería.

—No señor, aquí casi todo cierra los domingos.
—Pues me vendría bien un café y un pastel.
—Pastel puede que sí, igual está abierta una pastelería detrás del ayuntamiento, es la mejor del pueblo, sabe usted. Mire tire por esa calle, donde está la capilla, y al llegar a un edificio que divide la calle en dos tire usted a la derecha y la vera en seguida.





La señora debió pensar que no la había entendido y decidió, tal y cuál estaba —bata y zapatillas—, acompañarme un trecho hasta que ya no tuviera dudas de donde se encontraba la pastelería. Pero cuál sería mi sorpresa, cuando un muchacho, en el momento de girar hacia la pastelería, me dice: ahí la tiene usted, es ese portal. Qué agradable, en las ciudades no pasan estas cosas.
 
—Buenas tardes. ¿De todos estos pasteles, cuáles son los típicos de la zona?

—Mire usted, este de aquí es el pastel cordobés y este otro, es el de boda que se hace aquí en el pueblo.

Me llevo los dos. El primero es un triángulo de hojaldre con el interior relleno de cabello de ángel. El segundo son dos mitades de bizcocho unidas con crema pastelera y regados de azúcar sólida. ¡Buenísimos!

Pronto se echará en cima el manto de la noche. El alojamiento está a unos tres kilómetros del pueblo por una pista de tierra, es una especie de centro hípico con caballos, corrales, pistas de entrenamiento y un par de casar rurales unidas por un restaurante, una de ellas solo para mí, es domingo y soy el único huésped. Mi bicicleta duerme en un amplio salón y yo en una cama enorme, pero antes he pasado por el restaurante y tomado una buena sopa de cocido y un tremendo solomillo ibérico.




 
Segundo día
 
Esta noche ha llovido algo, el cielo está muy cargado, gruesos nubarrones amenazan lluvia, es posible que hoy nos mojemos. Quería salir temprano, pero el restaurante abre a las nueve y media, así que salgo sin desayunar a pesar de estar incluido en el precio.

A la salida del pueblo, en el semáforo, se sitúa en el carril contiguo una guapa agente forestal que me sonríe desde su atalaya todoterreno.

— ¿La gasolinera está cerca? Le pregunto. Me han dicho que ahí se puede desayunar, que lo demás está todo cerrado.

—Está a la izquierda, pero mejor vete a la derecha, a los Cazadores, ahí se desayuna muy bien y la carretera del Viso está en frente.

— ¿Pero estará abierto? Le vuelvo a preguntar.

—Si por su puesto.

Se abre el semáforo y ella se va a la izquierda y yo, aún deslumbrado por su sonrisa, a la derecha. Pero los Cazadores está cerrado y me está bien empleado. Decido que no voy a volver atrás y me interno por la carretera del Viso con la duda de si la indicación “y la carretera del Viso está en frente” que me ha dado la chica, ha sido solo a título informativo o ha tenido la intuición de que me dirigía hacia allí.




 
En este tramo también coincidimos con una vereda, la del Camino del Viso. La dehesa devora los cultivos hasta hacerse dueña absoluta. Llevaré unos quince kilómetros cuando en una bajada descubro el embalse de La Colada que forma el río Guadamatilla. Es curioso, pero prácticamente es casi la única agua que he visto. A lo largo de toda la ruta he cruzado numerosos riachuelos, arroyos, regatos y torrenteras, todos secos. En la dehesa sin cultivar, la hierba aún conserva algo de verdor, pero imagino que no va sobrada.
 
Acompañado por mi propio vaho busco un bar en El Viso. Los encuentro, pero cerrados, alguno parece que para siempre. No se ve un alma por las calles que huelen a humo y aceite. Junto a la iglesia encuentro un paisano y le hago un tercer grado.

—Aquí el único sitio que va a encontrar para que un ciclista almuerce es el Chanclas. Tome usted la carretera de Santa Eufemia y a la salida del pueblo lo encontrará a su derecha.

Como soy de natural “bien mandao”, sigo sus indicaciones al pie de la letra y casi me salgo del pueblo sin encontrar al Chanclas. Regreso sobre mis pasos, espero, veo a una muchacha, pregunto. Si es la panadería, métase usted por esa calle y lo verá. Me meto y lo veo. El local estaba a rebosar, todos los “currantes” del polígono estaban allí almorzando. Me toco esperar un poco, pero almorcé bien.

Ya más tranquilo y reconfortado, tomo el camino de Dos Torres. Comienza a llover. Después de toda una mañana de amenazas, lo hace sin ganas, con una ligera y helada llovizna que casi no moja. Mejor para mí. Lo que sí aumenta es la sensación de frío al subir también el viento, pero es de poniente y no perjudica mucho. Casi sin darme cuenta ya estoy allí. A la entrada, un joven me pone al día del porqué este nombre. A la sazón había aquí un núcleo de población ya en el siglo XIV que respondía al nombre de Torremilano, una villa de realengo y Torrefranca, una torre aislada que poco a poco fue adquiriendo población a su alrededor y sobre la que siempre pretendió su propiedad el Señorío de Santa Eufemia. Para evitar conflictos jurisdiccionales, en 1839 decidieron fusionarlas o fusionarse con el actual nombre de Dos Torres.




 
Continuo en dirección a Añora que, desde que se independizó de Torremilano a mediados del siglo XVI, formó parte de las Siete Villas de la comarca de Los Pedroches. Continúa la llovizna que casi parece agua nieve, pero que apenas molesta. Mientras pensaba si era mejor dejar las gafas o quitarlas, me vino a la cabeza la historia de Marquitos, el niño lobo de Sierra Morena. Marcos Rodríguez Pantoja había nacido en 1946, aquí, en Añora, pronto quedo huérfano de madre. Su padre se mudó a Fuencaliente y lo confió como aprendiz a un viejo cabrero. Los dos vivían solos en el monte con el ganado. Marcos tenía seis o siete años cuando el cabrero murió. Solo y desesperado, al igual que Mowgli, busco refugio en una lobera y en contra de lo previsto la loba lo acogió como un lobezno más. Olvido el lenguaje humano y aprendió el de sus hermanos de camada, sobreviviendo así doce años hasta ser descubierto por un guardés que aviso a la Guardia Civil. Dicen que cuando fue detenido, Marcos aullaba y mordía como un lobo. Educado por las monjas, termino haciendo la mili y trabajando en Fuengirola. Ahora, ya jubilado, da charlas en ayuntamientos y colegios sobre su extraordinaria infancia. Basada en esta historia, Gerardo Olivares rodó en 2010 la película Entrelobos.




 
Pozoblanco es famoso entre los aficionados al toreo porque en su coso, el toro Avispado, acabó con la vida de Francisco Rivera “Paquirri”. Es la ciudad más grande y capital económica y administrativa de Los Pedroches. La carretera te introduce en línea recta hasta la iglesia de Santa Catalina, que no puedo visitar por estar todo el entorno en obras. Salgo a una gran avenida con un paseo central, muy animada, con bares y terrazas, lo que me plantea un dilema, quedarme a tomar algo en Pozoblanco y disfrutar un poco de la población o continuar a Villanueva. El regreso hasta Murcia y los pocos kilómetros que me separan de mi punto de partida, hacen que me decante por esta última opción.





Entre Pozoblanco y Villanueva, la dehesa se adueña de nuevo del paisaje, vuelvo a ver mucho ganado lanar, algún caballo y vacuno en abundancia. Cuando ya estoy perdiendo la esperanza de volver a ver a mi animal preferido, descubro un cortijo a mi derecha con un buen número de ellos, negros, gordos, estupendos. Algo debieron intuir sobre mis gustos, que nada más oír el rodar de la bicicleta echaron a correr despavoridos.

Ya en Villanueva, el viento ha arreciado y el día sigue muy desapacible, llueve con más fuerza, por lo que me dirijo hacia el coche, guardo la bici, me cambio y busco un lugar donde comer. Lo encuentro en el mesón El Rollero, un local totalmente recomendable. Ración de jamón ibérico, salmorejo cordobés e hígado encebollado, con el postre no puedo, un buen café y decido regresar a mi casa, aún me quedan más de quinientos kilómetros de carreteras y autovías para llegar.





Mariano Vicente, noviembre de 2022

P.D.: He realizado unos 150 km. por las carreteras del valle de Los Pedroches en dos jornadas. La primera entre Villanueva de Córdoba e Hinojosa del Duque, pasando por El Guijo, Pedroche, Santa Eufemia y Belalcázar.

La segunda entre Hinojosa y Villanueva por El Viso, Dos Torres y Pozoblanco.

He pernoctado en el hostal Los Encinares (Villanueva, 35 € h. individual) y Casa Rural La Jara (a 3 km de Hinojosa por pista forestal en perfecto estado. 30 € h. individual, desayuno incluido).

Para comer hay suficientes pueblos con todo lo necesario y las distancias entre ellos no son excesivas. La zona tampoco es demasiado cara para lo que se estila actualmente (2022).

Aunque hace años que tenía ganas de visitar la zona, quizá no lo hubiera hecho de no encontrarme casi de casualidad con la página de AL-BALLUT (https://alballut.com/) a los que les deseo todo el éxito que se merecen.  




 
 

8 comentarios:

  1. Sublime Mariano!! Que forma de disfrutar, envidia sana!!

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  2. Mejor resumen no se puede hacer aún con frases las cuales no son fáciles de entender, pero muy bien relato sobre la vivencia vivida por esas zonas tan preciosas que tenemos por España.

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  3. Congratulations Mariano por tu crónica.

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  4. Yo la he echo hasta Santa eufemia en gravel mariano.Como no los cuenta es precioso y maginate en gravel por esas de esas,viendo ciervos correr delante tuya.

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  5. Supongo que por pistas será maravilloso, más imbuido por el paisaje y la naturaleza. Escogí la carretera más que nada por comodidad.

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