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domingo, 28 de mayo de 2023

Camino Espiritual del Sur en Bicicleta

 

 

El hombre propone y Dios dispone. Año y medio de sequía, tres meses preparando el viaje temiendo sobre todo el calor de finales de mayo, y nos cae la Dana encima. ¡Llueve en el sureste español y el altiplano granadino con una contundencia y perseverancia desconocida en años! Salimos en autobús de Murcia el 22 de mayo a las 10.15 de la mañana en dirección a Guadix y al poco tiempo ya estaba lloviendo y con muchas ganas. Llamamos a nuestro amigo Miguel del hostal Casa-Grande de Baza, gran conocedor de la región y excelente ciclista. “…Mariano, ni se te ocurra, eso es un completo barrizal…”, y ese barrizal no es ni más ni menos que la primera etapa del Camino Espiritual del Sur que discurre por el desierto de Gorafe.

 

Después de muchas dudas decidimos bajarnos del autobús en Baza y planificar con Miguel la situación. Llueve y en los apenas dos kilómetros que nos separan del hostal, terminamos empapados. Aposentados, secos y cambiados, nos reunimos con Miguel para cambiar impresiones. Una de las primeras fue descartar el recorrido en bicicleta, ni siquiera con un vehículo todoterreno se podría hacer, el barro no nos dejaría. Visto lo visto, decidimos que lo mejor sería alquilar un coche y visitar con seguridad, no olvidemos que tenemos encima una potente Dana que ha provocado ya inundaciones en varios puntos de la región, los lugares más interesantes y accesibles por carretera del recorrido de la primera etapa entre Guadix y Baza.



Recorremos Baza bajo la lluvia, nos hemos comprado unos paraguas, y nos acercamos a la Iglesia Mayor de Nuestra Señora Santa María de la Encarnación, concatedral de la diócesis de Guadix-Baza. Se construyó como la de Santiago sobre la mezquita aljama. Pero la desgracia se cebó sobre ella en forma de terremoto que en 1531 asoló la ciudad, derribándola en su mayor parte. Comenzó su reconstrucción ya en estilo renacentista. La torre campanario es de cuatro cuerpos cuadrados, los dos últimos de ladrillo y reconstruidos tras el terremoto. Cenamos en un local típico y nos vamos a la cama. La incertidumbre nos proporciona una noche inquieta.




Guadix es un pueblo con el título de ciudad que pasó del oppidum íbero a ser una de las colonias romanas más importantes de la Tarraconense. Una de las primeras ciudades de la Península que se convirtieron al cristianismo y una de las primeras sedes episcopales. Pueblo “difícil” para el viajero que desde el entorno de la catedral tiene a su alcance desde ruinas ibéricas y romanas a palacios nobiliarios y sinagogas, todo al alcance de la mano, pero al mismo tiempo disperso, escondido y superpuesto. Nos recibe como no podía ser de otra manera, lloviendo, pero con una gran exposición en la catedral; The Mystery Man. Una oportunidad para conocer qué hay detrás de la Sábana Santa de Turín y el supuesto cuerpo que envolvió, quizá el del propio Jesucristo. Recorremos las seis salas que conforman la muestra que culmina con una representación hiperrealista, sin atisbo artístico alguno, del cuerpo que se supone albergó la Sábana Santa.



 
Salimos de Guadix por la A-92 en dirección a Gorafe. Llueve. Queremos visitar el Centro de Interpretación del Megalitismo. Llegamos al medio día y nos dicen que tenemos un único pase a las cinco de la tarde, como es pronto, incluso para comer, subimos por un camino cementado de fuerte pendiente hacia el Puntal de Don Diego, con el riesgo de que la lluvia no nos dejara ver mucho, pero estaba equivocado, el paisaje era extraordinario. A pesar de la vehemencia de la lluvia y la pasión que ponía el viento por arrancarnos el paraguas de las manos, aquello era memorable. Estamos en plena depresión de Baza-Guadix, amplia meseta parda y blanca sumergida hasta hace cuatrocientos cincuenta mil años, que no es más que los fangos de un antiguo mar que quedó atrapado entre montañas. Con el tiempo logró abrirse al oeste, al valle del Guadalquivir, hacia donde comenzaron a fluir las aguas erosionando el fondo con cañones, barrancos y cárcavas que desecaron el entorno convirtiéndolo en el paisaje semidesértico de hoy. Pero no solo hay torrenteras y ramblas, también está plagado de dólmenes y enterramientos megalíticos. De hecho, es posible que de aquí provenga el hombre más antiguo de Europa, el Hombre de Orce. No es más que un trozo del cráneo perteneciente a un homínido, pero he aquí lo importante, con una antigüedad de entre 1.300 y 1.600 millones de años. Esto supone el adelanto de la presencia humana en Europa en un millón de años.




Este paisaje de áspera belleza, hoy es un paraíso desabrido de viento y lluvia que nos obliga a replegarnos hacia el mesón Ilusión, un buen avituallamiento no nos vendrá mal. Asistimos al pase del CIM, pero no lo voy a contar, mejor lo visitáis vosotros, merece la pena. Cae la tarde y decidimos volver a Baza, cenamos muy bien en un italiano, la Góndola creo que se llama, y regresamos al hostal. Miguel nos había preparado un track para el día siguiente que nos librara del barro. Todo asfalto hasta Benamaurel, luego seguiríamos nuestro recorrido hacia Huéscar como teníamos previsto que también era casi todo por carreterillas de poco tráfico.




Preparamos las bicis, no sin un cierto desasosiego, no dejamos de preguntarnos si nos respetará el tiempo o como encontraremos los caminos y eso que nos hemos propuesto hacerlo todo por asfalto. Sobre las nueve nos despedimos de Miguel que asegura que todo irá bien y nos ponemos en marcha. Buscamos la vía verde en dirección a Baúl, que abandonamos al llegar a la carretera de Zújar, pues si seguimos adelante hay un trozo en el que se pierde la vía verde y puede haber barro. Está carretera tiene abundante tráfico hasta que superamos la A-92 y disminuye considerablemente. El cerro Jabalcón se hace omnipresente en el paisaje.




Zújar aparece como por ensalmo. Situado a los pies del Jabalcón, es un poco como el resto de pueblos de la zona; un buen número de casas cueva de fachadas encaladas y otras tantas convencionales de ladrillo. Una pequeña plaza y la iglesia. Salimos junto al arroyo del Carrizal en busca del embalse del Negratín. La carreterilla rodea el siempre presente Jabalcón entre este y el pantano que se ve algo mermado por la sequía. Pasamos dos elevaciones; la primera sacia la sed del Almanzora, la segunda alimenta el canal del Jabalcón que riega la vega de Baza. Le siguen unos baños, de Zújar se llaman, a pesar de estar el pueblo al otro lado del cerro. Un pantalán, supuestamente flotante, se encuentra en dique seco por el bajo nivel del pantano, los deportes acuáticos tendrán que esperar. Se estabiliza el perfil, hasta ahora preñado de pequeñas subidas y bajadas, al llegar al camino de servicio del canal del Jabalcón. No se cuantas veces he mencionado ya el Cerro Jabalcón, casi da miedo, mires para dónde mires ahí está él, incluso cuando crees haberlo dejado atrás, ahí sigue, omnipresente. No dejaremos de verlo hasta la zona de Castillejar.




Abandonamos el canal en dirección a Cuevas del Negro en la parte este del pantano. El río Guardal nos sorprende con un vado, menos mal que a un lado -no se ve- hay un pequeño puente metálico, con pinta de provisional, que evita que nos mojemos. Benamaurel aparece sobre un cerro y nos obliga a esforzarnos para alcanzar su enorme plaza mayor. La iglesia cerrada, como casi todas, pero nos introducimos en el edificio de enfrente, el ayuntamiento, en el que acceden a sellarnos la credencial. Por cierto, ninguna de las tres funcionarias ha oído hablar del Camino Espiritual del Sur. Salimos de Benamaurel siguiendo la vega del Guardal por su margen izquierdo y a poco más de dos kilómetros y medio nos sorprende con otro vado y como el anterior tiene a su lado un pequeño puente de cemento, solo apto para peatones. El paisaje, de campos de labor, se vuelve más “bestial”, no por el paisaje en sí, sino por los animales que aparecen. De dos a tres docenas de buitre leonado y una pareja de águilas pueblan el cielo. Algún zorro se esconde raudo tras la maleza.




El camino nos saca a la carretera a la altura de El Salto y el trayecto hasta Castillejar se nos hace un poco monótono, a pesar de que las vistas de la vega son agradecidas. Los distintos poblados por los que pasamos siguen las características de toda la comarca, casas cuevas perfectamente conservadas y otras muchas totalmente abandonadas. Volvemos a cruzar el Guardal, esta vez por un puente, antes de entrar en Castillejar que antiguamente se llamaba de los Ríos porque en él confluían Guardal y Galera con algún que otro riachuelo. Terminamos junto a la iglesia en un bar cuya dueña es de Albatera, pero nos confesó, quizá para empatizar con nosotros, que se sentía más murciana que granadina o alicantina. Comimos, como siempre, demasiado y nos enfrentamos al camino ahítos y temerosos bajo nuestros impermeables, con el cielo cada vez más negro, casi tanto como mis pensamientos, no me gusta la lluvia.




Un pastor sestea junto a sus ovejas, al parecer sin miedo a mojarse. Enfrente, al otro lado del río, en la ladera blanca de un cerro, Castellón Alto, poblado agárico del final de la Edad del Bronce, eso son unos 3500 años a.C., en el que pudieron vivir unas cien personas, que no está nada mal para la época. Galera se deja ver también al otro lado, con sus casas cuevas encaladas y la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Nos hacemos unas fotos de prisa y corriendo en su puente de hierro y continuamos a uña de caballo, junto a la necrópolis de Tútugi, bajo nubes de gruesos y negros vientres amenazantes. Poco después el camino pierde el asfalto y ya seguirá así hasta Huéscar. Huimos hacia el hotel sin dilación. Descansamos y al atardecer, ya si tanta amenaza de lluvia, salimos a pasear por Huéscar. En el ambiente se notan ganas de jolgorio, alegría y devoción, prolegómenos de las fiestas en honor de las Santas Alodía y Nunilón. Regresaran a su ermita, a los pies de la Sagra, en cincuenta días, nosotros lo haremos mañana. Ellas no llegarán, serán arrebatadas de las manos oscenses por las ansiosas manos poblatas que las custodiarán hasta San Juan.



 
La carreterilla, intima y solitaria, sigue al rio Huéscar enmarcada de cipreses. El paisaje es delicioso, sobre todo cuando el Huéscar pasa a llamarse Bravatas, un placido paseo bajo el murmullo de la corriente. El estrecho valle se ensancha dando lugar a algunas áreas de recreo entre un hermoso pinar. Para subir a la ermita habrá que esforzarse algo más de un kilómetro. Ermita sencilla, de un blanco inmaculado. Descendemos hasta dejar la Sagra a nuestra espalda. Sobre un pino negral sestean una docena de buitres leonados. La Puebla aparece tras una curva, nos acercamos a la iglesia de Santa María de la Quinta Angustia, ¡está abierta y nos sellan la credencial! Nos vamos a comer, demasiado como siempre.




Otra vez a correr. Sobre la Puebla, se ha posado majestuosa y altiva una enorme nube de opulento vientre y negras intenciones. Empiezan a caer goterones como puños, nos vamos a mojar. Pero tenemos suerte, la tormenta ruge a nuestra espalda, los relámpagos iluminan con viveza el horizonte, pero no llueve. La dejamos atrás. Nos lo prometemos felices y continuamos por carretera para evitar el barro e ir más deprisa. Cañada de la Cruz está cerca, pero sobre Revolcadores se está formando otra tormenta y muy rápido, tan negra o más que la de nuestra espalda. Por desgracia no nos queda más remedio que girar hacia ella. Nos deslumbran los relámpagos y el horizonte brilla durante unos segundos, los truenos, que al principio eran graves y profundos, se vuelven explosivos. De pronto el horizonte desaparece y toneladas de agua se desploman sobre nosotros. El viento fustiga el rostro y me siento profundamente miserable. No queda más remedio que aguantar, ya falta poco. El Molino de Revolcadores no deja indiferente; jacuzzi en la propia habitación, cama de dos metros, estufa de hierro y pequeña cocina totalmente equipada. Lastima no tener treinta años menos para venir con otra compañía. Secos y cambiados, nos vamos al bar del pueblo para hacer lo que mejor se nos da; comer.



 
Ha estado lloviendo más o menos durante toda la noche y nos disponemos a continuar el camino. La niebla se deja jirones enredados en las encinas mientras nos dirigimos al Hornico, dejaremos el camino previsto para continuar hasta la carretera de Caravaca, esto nos soluciona dos problemas, uno el barro, otro el desayuno. ¡Que bueno el bizcocho de El Moral! Algo de tráfico, pero el pedalear es fácil, por nuestra izquierda nos acompaña la sierra de Mojante y por la derecha La Serrata. Superado el puertecillo de Mojantes tomamos un camino asfaltado que nos lleva a Archivel. No nos detenemos en el pueblo, ni nos acercamos al Chita, continuamos por el camino viejo de Caravaca que sigue el río Argos hasta la misma basílica de la Vera Cruz.



 
Hemos llegado. El Camino Espiritual del Sur nos invita a vivir unos días de recogimiento y espiritualidad desde la antigua sede episcopal de Guadix a la basílica de la Vera Cruz en Caravaca, recorre los esteparios altiplanos granadinos en dirección a Baza, sigue los ríos Guardal, Galera, Huéscar y Brabatas, hasta entrar en el noroeste murciano y será el Argos el que nos lleve a nuestro destino. Como peregrinos, podemos disfrutar del camino cada cual, con su propia motivación, pero puedo asegurar que será siempre una experiencia muy personal. Y como habéis podido comprobar, esta pequeña crónica no es un relato, tan de moda hoy, de recorridos extenuantes al límite de la capacidad física y mental del ser humano, o de esos otros en los que se está en perfecta simbiosis con la naturaleza, en los que se pedalea sin rumbo, por el mero placer de pedalear y creo que está en las antípodas de cualquier cosa que tenga que ver con lo deportivo. También habéis podido comprobar que no tengo ninguna seducción por el sufrimiento o la heroicidad, sino más bien, una declarada afición por las tapas, la cerveza y el buen yantar. Indulgencias aparte, estimo que ha sido un viaje para ver, sentir y disfrutar.




Mariano Vicente, finales de mayo de 2023.


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miércoles, 23 de noviembre de 2022

Al-Ballut. Bikepacking en Los Pedroches

“La belleza está en los ojos que miran; ellos la ponen”. Francisco Umbral.

Primer día.

Domingo, son las ocho y media, Villanueva duerme bajo un espeso manto de niebla. Con un humeante café en la mano espero que levante. Parecen haberse puesto de acuerdo, tiempo y niebla siguen Inmutables. Desesperado me tiro a la carretera. Abandono Villanueva con el pueblo sumido en la bruma y el silencio. Ni un ladrido, ni un mugido, nada que rompa la tranquilidad más absoluta, salvo el rodar de los neumáticos sobre el asfalto. La dehesa se adivina más que se ve. Poco a poco el ojo se va acostumbrando a la niebla y empieza distinguir con dificultad árboles y animales. Vacas, ovejas y el rey de la comarca, el cerdo ibérico, negro y fino, de altos perniles, que hociquea glotón bajo las encinas.
 
Con el avance del día se difumina la niebla. Dehesa infinita. Suelos de granito que apenas cubre la hierba, encinas milenarias y pastoreo, características que marcan la personalidad de la zona e influyen en su devenir histórico y económico.
 
La verde y ocre penillanura de Los Pedroches se extiende hacia el oeste, flanqueada al norte y al este por la sierra de Madrona y Andújar. Estamos al sur de Sierra Morena, escalón que separa la altiplanicie de la Meseta, por un lado, y el valle del Guadalquivir, por el otro. Frontera que separa un territorio poco poblado, agreste y en cierto modo olvidado.

 



Se dan en la zona anacronismos como la finca La Garganta, con quince mil hectáreas, el mayor latifundio de España. Propiedad de la compañía minera Río Tinto, pasó a manos del duque Francisco de Baviera y en 2001 la adquirió el duque de Westminster, lord Gerald Cavendish Grosvenor, uno de los hombres más ricos del mundo. La Garganta era —y probablemente sea—, uno de los mayores santuarios de caza de Europa, solaz de personajes de las altas finanzas, políticos y miembros de la aristocracia como Guillermo y Enrique de Inglaterra, Juan Carlos I o Carolina de Mónaco. En época de caza, las piezas eran empujadas con perros hacia el embudo natural que formaba la garganta y allí eran acechados por los cazadores. La finca da trabajo a un número indeterminado —mayor en la época de caza— de personas, en especial vecinos de Villanueva y Conquista.
 
Diecisiete pueblos nos esperan, interconectados por una red de carreteras, caminos y cañadas que serán nuestro hilo de Ariana en estos dos días de pedaleo entre imponentes castillos y laberínticos muros que defienden los árboles de los ganados trashumantes. Es la mayor dehesa de Europa y donde pasta uno de mis bichos más admirados; el cerdo ibérico.

La palabra Al-Ballut hace referencia en árabe a «llano de las bellotas», campos que llegan hasta donde alcanza la vista. La comarca por la que pedaleamos, Los Pedroches, coincide casi con exactitud con la antigua kura de Fahs al-Ballut del territorio musulmán de Beturia. Y ya que estamos hablando de palabras, hay otra que es una constante aquí; dehesa. Vocablo que proviene del latín “defensa” y hace referencia a las interminables paredes de piedra que sirvieron y sirven, por un lado, para defender los cultivos del ganado trashumante y por otro, para retener dentro de la finca al ganado propio.
 
La carretera coincide con exactitud con las coladas de Los Pedroches y la del Guijo a Villanueva de Córdoba. El asfalto es bueno, sin arcén, y lo más importante, sin tráfico. Pedaleo ensimismado en la “casi” contemplación de la dehesa, y digo casi, porque el paisaje está suavizado, casi difuminado por la niebla, pero se intuye poderoso y vivo. Veo más ganado lanar que otra cosa, aunque también se deja ver el vacuno y más escasamente el cerdo. Solo un par de piaras y algunos ejemplares sueltos, que huyen en cuanto oyen el rodar de la bicicleta.



Pedroche aparece al otro lado de un altozano. Una pareja de ciclistas se distingue a medio camino entre mi posición y el pueblo. Los espero. Los grabo y saludo, pero no parecen tener ganas de conversación, probablemente sean extranjeros. Continuo y entro en el pueblo, visito el exterior de la iglesia del Salvador y una señora me dice que en un rato habrá misa, pero quiero seguir avanzando y me dirijo hacia El Guijo.

La carretera sigue la misma tónica, un asfalto correcto y nulo tráfico. Me desvío durante unos minutos hasta la ermita de Piedras Santas, agradable lugar junto a un riachuelo. Siete bancos en su interior para acoger a los representantes de las Siete Villas de los Pedroches que se reunían aquí para tratar los asuntos comunes.




 
El terreno ondulado, el silencio absoluto. La dehesa se extiende hasta donde alcanza la vista, que por el norte cierra una sierra apenas intuida. En el Guijo están de obras y una valla corta la carretera. Me arriesgo y la supero por un lateral. Llego a una plaza donde se encuentra la vieja iglesia y dos modernas plazas de aparcamiento para vehículos eléctricos, un contraste muy de nuestros tiempos.
 
Seguimos con las palabras y los significados, por algún lado he leído que El Guijo equivale a “Piedra Grande” erosionada por el tiempo. El pueblo no es demasiado grande y tampoco parece de los más importantes de la zona, pero estuvo habitado desde antiguo, así lo atestiguan los restos arqueológicos, íberos y romanos, hallados en Majadaiglesia. En tiempos de la conquista castellana, la villa de Santa María, como al parecer se llamaba, paso a depender del señorío de Santa Eufemia, convirtiéndose en la puerta de entrada a Córdoba de los ganados trashumantes que procedían de la meseta a través de la Cañada Real Soriana y de La Mesta, que se bifurcan en el pueblo, una hacia Extremadura y otra hacia el interior de Andalucía.


 

Reanudo la marcha en dirección a Santa Eufemia y por una cuestión de tiempo desisto de visitar la ermita de la Virgen de las Cruces, patrona de la localidad, que se encuentra a unos seis kilómetros, doce con la vuelta, del pueblo. Me hubiera gustado ver el baptisterio paleocristiano, en el que se bautizaba a los primeros cristianos por inmersión.
 
En poco más de un kilómetro nos deja por nuestra izquierda la cañada de la Mesta o Merinos, que de las dos formas se llama. Ella sigue hacia el oeste y nosotros nos dirigimos un poco más al norte, hacia la sierra que separan los valles de Alcúdia y Los Pedroches. La dehesa se vuelve más agreste y a los pies de la sierra de la Barca se descubre Santa Eufemia. El Camino Real de Córdoba a Toledo pasaba por el valle de Alcúdia. Antiguo camino, nexo de comunicación entre el centro de la Península y el sur andaluz durante siglos.





En el bar El Parque, mientras me tomo una ración de lechón frito, los lugareños me hablan del castillo, de carreras de bicicleta de montaña con asistencia mundial, de rampas y porcentajes inhumanos, que me “acogotan” de tal manera que desisto de subir al castillo, aunque me pierda las extraordinarias vistas que se dan allí. Según los parroquianos se ve tanto la Meseta como el valle del Guadalquivir. Yo no lo creo, pero el día tampoco acompaña para comprobarlo. Venidos arriba como estaban, no quise tocar el mito de los caballeros italianos, no fuera ser que aquello se alargara demasiado. Cuenta la tradición que el nombre de Santa Eufemia se atribuye a la veneración que por esta virgen tenían los treinta y tres caballeros calabreses que acompañaban al monarca castellano en el momento de la toma del castillo, de hecho, a los naturales de Santa Eufemia se les denomina con el gentilicio de "calabreses". Hay también una “Hermandad de la Santa”, cofradía de tipo militar y treinta y tres “hermanos”, así llamados los cofrades, con bandera, estandarte, alabardas y tambor.
 
Vuelve la dehesa en todo su esplendor. La carretera, solitaria y tranquila, serpentea entre encinares que, poco a poco, se van abriendo, dando lugar a extensos cultivos salpicados aquí y allá de solitarios y hermosos cortijos. Entre unas cosas y otras cruzamos el río Guadamatilla y enlazamos con la vereda de Sevilla y de la Plata que nos acompañará hasta Belalcázar.





El pueblo aparece medio oculto tras el altozano, solo su castillo se mantiene magnánimo sobre el horizonte. National Geographic lo incluye entre los diez castillos españoles de leyenda, el único andaluz junto al granadino de la Calahorra. Situado estratégicamente entre Toledo, Sevilla y Córdoba, es el más alto de España, su torre del homenaje alcanza los 47 metros de altura.




 
Belalcázar, es un pueblo grande, algo “desparramado” como la mayoría de los pueblos manchegos y andaluces, situados en la llanura, de grandes casones de una o dos plantas de fachadas blancas e inacabables calles. Pero lo que más me impresionó, no fue su castillo, a pesar de su grandeza, ni la enorme iglesia parroquial de Santiago el Mayor, de mediados del siglo XV; fueron las ruinas del convento gótico de San Francisco, construido hacia finales del siglo XV, con Bula Papal de Inocencio VIII. Sobrecogen sus arcos de ladrillo volando sobre columnas de piedra, o la propia ruina de un edificio tan magnífico. Debo estar algo nostálgico porque otra cosa que me impresionó fue un viejo caserón de fina forja en ventanas y balcones, del que solo quedaba la fachada y algunos arcos de ladrillo de lo que debió ser la galería del patio. Las higueras pugnaban con las rejas por salir a la calle y hacerse con este tímido sol de otoño.




 
Me voy del pueblo con un mal sabor de boca; no he podido comer, mejor dicho, el lechón de Santa Eufemia no me lo ha permitido, he tenido que conformarme con un café y tres gotitas de anís seco. Continuo hacia Hinojosa por una carretera con las mismas características que las anteriores, pero con un cambio sustancial, hay muchísimo tráfico. La vereda de Hinojosa del Duque la llevamos unas veces a nuestra derecha y otras cruza a nuestra izquierda o coincide con la propia carretera.




 
Entro en Hinojosa bien de tiempo, aún faltan un par de horas para el anochecer, y decido dar un paseo por el pueblo. Me detengo en la plaza del convento de las Madres Concepcionistas, un hermoso edificio construido ya en el siglo XVII. Continuo hacia la iglesia de San juan Bautista, su torre me sirve de referencia sobre los tejados. Es un edificio majestuoso, gótico, de mediados del siglo XV, y dicen las habladurías que en su torre se inspiró Hernán Ruiz III para construir su homónima de la mezquita-catedral de Córdoba. Está en una amplia plaza, enfrentada al ayuntamiento y en un portal cercano una señora en bata y zapatillas. El lechón de Santa Eufemia ya parece digerido, por lo que pregunto a la señora por una cafetería.

—No señor, aquí casi todo cierra los domingos.
—Pues me vendría bien un café y un pastel.
—Pastel puede que sí, igual está abierta una pastelería detrás del ayuntamiento, es la mejor del pueblo, sabe usted. Mire tire por esa calle, donde está la capilla, y al llegar a un edificio que divide la calle en dos tire usted a la derecha y la vera en seguida.





La señora debió pensar que no la había entendido y decidió, tal y cuál estaba —bata y zapatillas—, acompañarme un trecho hasta que ya no tuviera dudas de donde se encontraba la pastelería. Pero cuál sería mi sorpresa, cuando un muchacho, en el momento de girar hacia la pastelería, me dice: ahí la tiene usted, es ese portal. Qué agradable, en las ciudades no pasan estas cosas.
 
—Buenas tardes. ¿De todos estos pasteles, cuáles son los típicos de la zona?

—Mire usted, este de aquí es el pastel cordobés y este otro, es el de boda que se hace aquí en el pueblo.

Me llevo los dos. El primero es un triángulo de hojaldre con el interior relleno de cabello de ángel. El segundo son dos mitades de bizcocho unidas con crema pastelera y regados de azúcar sólida. ¡Buenísimos!

Pronto se echará en cima el manto de la noche. El alojamiento está a unos tres kilómetros del pueblo por una pista de tierra, es una especie de centro hípico con caballos, corrales, pistas de entrenamiento y un par de casar rurales unidas por un restaurante, una de ellas solo para mí, es domingo y soy el único huésped. Mi bicicleta duerme en un amplio salón y yo en una cama enorme, pero antes he pasado por el restaurante y tomado una buena sopa de cocido y un tremendo solomillo ibérico.




 
Segundo día
 
Esta noche ha llovido algo, el cielo está muy cargado, gruesos nubarrones amenazan lluvia, es posible que hoy nos mojemos. Quería salir temprano, pero el restaurante abre a las nueve y media, así que salgo sin desayunar a pesar de estar incluido en el precio.

A la salida del pueblo, en el semáforo, se sitúa en el carril contiguo una guapa agente forestal que me sonríe desde su atalaya todoterreno.

— ¿La gasolinera está cerca? Le pregunto. Me han dicho que ahí se puede desayunar, que lo demás está todo cerrado.

—Está a la izquierda, pero mejor vete a la derecha, a los Cazadores, ahí se desayuna muy bien y la carretera del Viso está en frente.

— ¿Pero estará abierto? Le vuelvo a preguntar.

—Si por su puesto.

Se abre el semáforo y ella se va a la izquierda y yo, aún deslumbrado por su sonrisa, a la derecha. Pero los Cazadores está cerrado y me está bien empleado. Decido que no voy a volver atrás y me interno por la carretera del Viso con la duda de si la indicación “y la carretera del Viso está en frente” que me ha dado la chica, ha sido solo a título informativo o ha tenido la intuición de que me dirigía hacia allí.




 
En este tramo también coincidimos con una vereda, la del Camino del Viso. La dehesa devora los cultivos hasta hacerse dueña absoluta. Llevaré unos quince kilómetros cuando en una bajada descubro el embalse de La Colada que forma el río Guadamatilla. Es curioso, pero prácticamente es casi la única agua que he visto. A lo largo de toda la ruta he cruzado numerosos riachuelos, arroyos, regatos y torrenteras, todos secos. En la dehesa sin cultivar, la hierba aún conserva algo de verdor, pero imagino que no va sobrada.
 
Acompañado por mi propio vaho busco un bar en El Viso. Los encuentro, pero cerrados, alguno parece que para siempre. No se ve un alma por las calles que huelen a humo y aceite. Junto a la iglesia encuentro un paisano y le hago un tercer grado.

—Aquí el único sitio que va a encontrar para que un ciclista almuerce es el Chanclas. Tome usted la carretera de Santa Eufemia y a la salida del pueblo lo encontrará a su derecha.

Como soy de natural “bien mandao”, sigo sus indicaciones al pie de la letra y casi me salgo del pueblo sin encontrar al Chanclas. Regreso sobre mis pasos, espero, veo a una muchacha, pregunto. Si es la panadería, métase usted por esa calle y lo verá. Me meto y lo veo. El local estaba a rebosar, todos los “currantes” del polígono estaban allí almorzando. Me toco esperar un poco, pero almorcé bien.

Ya más tranquilo y reconfortado, tomo el camino de Dos Torres. Comienza a llover. Después de toda una mañana de amenazas, lo hace sin ganas, con una ligera y helada llovizna que casi no moja. Mejor para mí. Lo que sí aumenta es la sensación de frío al subir también el viento, pero es de poniente y no perjudica mucho. Casi sin darme cuenta ya estoy allí. A la entrada, un joven me pone al día del porqué este nombre. A la sazón había aquí un núcleo de población ya en el siglo XIV que respondía al nombre de Torremilano, una villa de realengo y Torrefranca, una torre aislada que poco a poco fue adquiriendo población a su alrededor y sobre la que siempre pretendió su propiedad el Señorío de Santa Eufemia. Para evitar conflictos jurisdiccionales, en 1839 decidieron fusionarlas o fusionarse con el actual nombre de Dos Torres.




 
Continuo en dirección a Añora que, desde que se independizó de Torremilano a mediados del siglo XVI, formó parte de las Siete Villas de la comarca de Los Pedroches. Continúa la llovizna que casi parece agua nieve, pero que apenas molesta. Mientras pensaba si era mejor dejar las gafas o quitarlas, me vino a la cabeza la historia de Marquitos, el niño lobo de Sierra Morena. Marcos Rodríguez Pantoja había nacido en 1946, aquí, en Añora, pronto quedo huérfano de madre. Su padre se mudó a Fuencaliente y lo confió como aprendiz a un viejo cabrero. Los dos vivían solos en el monte con el ganado. Marcos tenía seis o siete años cuando el cabrero murió. Solo y desesperado, al igual que Mowgli, busco refugio en una lobera y en contra de lo previsto la loba lo acogió como un lobezno más. Olvido el lenguaje humano y aprendió el de sus hermanos de camada, sobreviviendo así doce años hasta ser descubierto por un guardés que aviso a la Guardia Civil. Dicen que cuando fue detenido, Marcos aullaba y mordía como un lobo. Educado por las monjas, termino haciendo la mili y trabajando en Fuengirola. Ahora, ya jubilado, da charlas en ayuntamientos y colegios sobre su extraordinaria infancia. Basada en esta historia, Gerardo Olivares rodó en 2010 la película Entrelobos.




 
Pozoblanco es famoso entre los aficionados al toreo porque en su coso, el toro Avispado, acabó con la vida de Francisco Rivera “Paquirri”. Es la ciudad más grande y capital económica y administrativa de Los Pedroches. La carretera te introduce en línea recta hasta la iglesia de Santa Catalina, que no puedo visitar por estar todo el entorno en obras. Salgo a una gran avenida con un paseo central, muy animada, con bares y terrazas, lo que me plantea un dilema, quedarme a tomar algo en Pozoblanco y disfrutar un poco de la población o continuar a Villanueva. El regreso hasta Murcia y los pocos kilómetros que me separan de mi punto de partida, hacen que me decante por esta última opción.





Entre Pozoblanco y Villanueva, la dehesa se adueña de nuevo del paisaje, vuelvo a ver mucho ganado lanar, algún caballo y vacuno en abundancia. Cuando ya estoy perdiendo la esperanza de volver a ver a mi animal preferido, descubro un cortijo a mi derecha con un buen número de ellos, negros, gordos, estupendos. Algo debieron intuir sobre mis gustos, que nada más oír el rodar de la bicicleta echaron a correr despavoridos.

Ya en Villanueva, el viento ha arreciado y el día sigue muy desapacible, llueve con más fuerza, por lo que me dirijo hacia el coche, guardo la bici, me cambio y busco un lugar donde comer. Lo encuentro en el mesón El Rollero, un local totalmente recomendable. Ración de jamón ibérico, salmorejo cordobés e hígado encebollado, con el postre no puedo, un buen café y decido regresar a mi casa, aún me quedan más de quinientos kilómetros de carreteras y autovías para llegar.





Mariano Vicente, noviembre de 2022

P.D.: He realizado unos 150 km. por las carreteras del valle de Los Pedroches en dos jornadas. La primera entre Villanueva de Córdoba e Hinojosa del Duque, pasando por El Guijo, Pedroche, Santa Eufemia y Belalcázar.

La segunda entre Hinojosa y Villanueva por El Viso, Dos Torres y Pozoblanco.

He pernoctado en el hostal Los Encinares (Villanueva, 35 € h. individual) y Casa Rural La Jara (a 3 km de Hinojosa por pista forestal en perfecto estado. 30 € h. individual, desayuno incluido).

Para comer hay suficientes pueblos con todo lo necesario y las distancias entre ellos no son excesivas. La zona tampoco es demasiado cara para lo que se estila actualmente (2022).

Aunque hace años que tenía ganas de visitar la zona, quizá no lo hubiera hecho de no encontrarme casi de casualidad con la página de AL-BALLUT (https://alballut.com/) a los que les deseo todo el éxito que se merecen.  




 
 

miércoles, 13 de julio de 2022

Serranía de Albarracín (Crónica)

 


Eran poco más de las nueve treinta cuando se presentó Victoria a recogerme, ya había hecho lo propio con Matías y su bicicleta ya estaba colocada sobre el porta bicis, solo quedaba colocar la mía y al camino. Nuestro propósito; un recorrido de dos días por la serranía de Albarracín, lo que hoy se ha dado en llamar la España Vacía.


 

No teníamos prisa y optamos por la vía quizá más lenta, la de Cuenca, al tener menos kilómetros de autovía, pero infinitamente más atractiva. Condujimos hasta más allá de Albacete para parar a tomar algo en El Molino, solo fue un café helado, pues había desayunado en Murcia minutos antes de subir al coche. En La Gineta abandonamos la autovía para dirigirnos hacia Tarazona de la Mancha. En Quintanar del Rey nos equivocamos y terminamos haciendo un recorrido turístico por el pueblo. Pasada Motilla del Palancar, empezamos a notar con intensidad el vacío de esa España a la que apenas prestamos atención. 


 

Habíamos atravesado el Jucar y otro río más modesto, pero con abundante vegetación; el Valdemenbra. Por Monteagudo de las salinas, el Gualdazón y cerca de Cañete nos acercamos al Cabriel. Ya la soledad se deja sentir con fuerza, tenemos hambre y no vemos muchas posibilidades de conseguir aplacarla. Después de algunas vicisitudes terminamos en un pueblecito de nombre peculiar; Moscardón, donde conseguimos comer de forma aceptable en un local que creo que fue antes un antiguo horno.


      

Se nos muestra Albarracín sobre un altozano, en un meandro del Guadalaviar, vigilada y protegida por el castillo de los Banu Razín. Dejamos el coche en un aparcamiento a las afueras, que no estaba a más de cien metros de nuestro hotel. Siesta y posterior recorrido por este bonito pueblo declarado Monumento Nacional desde 1961. Paseamos entre su peculiar arquitectura de casas modestas sustentadas por gruesos maderos y tabiques de yeso de un color rojizo característico. Los pisos altos y los tejados se aproximan en voladizo sobre la calle, casi hasta tocarse unos con otros, en un intento desesperado de ganar espacio. Las torturadas callejas, se retuercen buscando un vano resquicio de amplitud, sin un solo metro horizontal, empedradas y oscuras. Solo las macetas de rojos geranios, ayudados por los vivos colores de puertas y ventanas defendidas en rica forja, alegran las fachadas con un toque de color. Sin darnos cuenta terminamos en un antiguo molino hidráulico, hoy reconvertido en lugar de ocio. Terminamos probando cervezas rubias y tostadas. La cena la resolvimos en el casino del pueblo. 


 

En marcha.

Amanece un nuevo día y solo tenemos un problema; dónde desayunar. En este pueblo no madrugan los bares, en el Casino nos dijeron que a las ocho treinta y era el más madrugador. Esperamos en la puerta, pasan ya diez minutos de la hora cuando vemos algo de movimiento. ¡Por fin entramos a desayunar! Cuando íbamos a comenzar la ruta surge un nuevo contratiempo, Victoria debe resolver un problema de trabajo, ha de hacerlo online, por lo que debe de estar en un sitio tranquilo y con buena cobertura. Decide que lo hará en Bronchales, en el hotel que hemos reservado para hoy, Ella ira en el coche y nosotros haremos el recorrido previsto en bici, si puede, irá a nuestro encuentro. 


 

Entre unas cosas y otras comenzamos a pedalear pasadas las diez de la mañana y el calor empieza a dejarse notar. Albarracín queda a nuestra espalda, soberbia y majestuosa, como una corona de rubís sobre la áspera frente de la montaña. Discurre el Guadalaviar entre altas paredes calizas serpenteando entre rocas y la carretera lo sigue como fiel amante. La roca se cierra sobre nuestras cabezas y los chopos acarician sus vientres. Los bosques de chaparras colonizan las laderas, el sol, de un azul profundo que solo motean algunas manchas blancas, luce amenazante.


    

La sierra de Albarracín es rica en leyendas, muchas hablan del amor, normalmente entre moros y cristianos o entre ricos y pobres, pero hay uno que se aparta un poco de estos criterios, es la leyenda de “La cueva de la mora”, precisamente por la zona en que pedaleamos. Cuenta que un guerrero musulmán, antes de partir a la guerra, escondió a su mujer en una cueva junto al río Guadalaviar con la idea de que no saliera hasta que él volviera. Pero esté, jamás regresó. Ella lo siguió esperando eternamente. Por eso, desde entonces, pasea por las orillas del río en las mañanas de San Juan acicalándose el pelo con un peine de oro. Nadie puede acercarse a verla, pues a los ingenuos que lo intentan los convierte en piedra lanzándoles el peine.


 

Dejamos atrás unas buitreras y en el paraje de Entrambasaguas abandonamos el Guadalaviar para introducirnos por el estrecho valle del río Blanco hacia Colomarde. Aparece el pueblo entre los riscos y el río que la carretera parte por la mitad. A la salida, el barranco de la Hoz forma un coqueto desfiladero modelado sobre la piedra toba de las laderas. Nosotros nos preocupamos más por el duro puerto de Las Banderas, no muy largo, pero de fuertes rampas que aun parecen más pinas por un sol que cae a plomo. Coronamos y conversamos con otros ciclistas que vienen en sentido contrario sobre lo que nos espera, y no parece muy divertido, especialmente el tramo anterior a Guadalaviar. Nos hacemos las fotos de rigor y nos dejamos caer hacia Frías de Albarracín.


 

El pueblo, situado a pie de puerto sobre un pequeño cerro nos ofrece un par de bares, uno de ellos abierto, junto a la carretera con la terraza a la sombra de unos árboles, que mejor lugar para tomarnos un tentempié. Jamón, queso y un par de salchichas de orza. No sabía si pedir cerveza o vino, lo que me trajo a la cabeza otra leyenda porque las brujas siempre han dado mucho juego en la zona. Cuenta que las de Frías, a la caída de la noche, entraban a beberse el vino de las bodegas, lo mezclaban con hierbas y semillas produciendo un elixir que las llevaba al éxtasis. Especial predilección tenían por el vino del Tío Candelas, el mejor de la comarca al decir de las malas lenguas. Desesperado por la desaparición de sus caldos, decide vigilar la bodega noche y día. Al filo de la media noche vio llegar a unos seres volando sobre escobas que se introducían por la chimenea. Corrió y al abrir la puerta no vio otra cosa que una serie de horcas apoyadas en los toneles, molesto, agarró un hierro incandescente de la hoguera y marcó, una a una todas las horcas. A la mañana siguiente más de la mitad de las mujeres del pueblo llevaban la marca del hierro incandescente.




Desde nuestra posición vemos la iglesia de la Asunción, una de las obras más importantes de estilo neoclásico de la provincia de Teruel, pero como casi todas, está cerrada. No tenemos prisa, nos lo tomamos con calma, venimos a disfrutar, pero lo pagaremos más tarde con un sol de justicia. Veníamos a Teruel a pasar frío y nos encontramos con una ola de calor que está batiendo récor. Salimos de Frías en dirección al nacimiento del Tajo, pedaleamos por una carretera solitaria que va ganando altura, aun lado, la espectacular sima de Frías, una impactante dolina de casi 100 metros de diámetro de boca, al otro, pinares y monte bajo. El cielo se está volviendo de un color extraño, como de plomo derretido, o es azul clarito y yo estoy desvariando. No sé a quién se le ocurrió plantar unas extravagantes figuras plateadas en medio del campo, dicen que es el nacimiento del Tajo y no lo pongo en duda, en algún lado tiene que nacer. Lo mejor de todo una pequeña fuente que nos refresca y permite rellenar los bidones.


 

En el siguiente cruce nos desviamos hacia Guadalaviar y Griegos, pero no será fácil llegar, nos espera un puerto corto, pero matón, con desniveles medios superiores al diez por ciento a las tres de la tarde, hay que pasar los Montes Universales. Solo, la sombra de algunos pinos, nos alegran el momento. A la mitad de la subida descubro una diminuta fuente con un hilillo de agua, eso sí, fresca y sabrosa. Paramos e intentamos refrescarnos. Logro coronar sus 1.790 metros y me siento en una piedra, a la sombra de la ladera, tratando de recobrar el aliento mientras llega Matías. Nos dejamos caer hacia Guadalaviar, pueblo de trashumantes situado a 1.500 metros de altura, hasta tiene un museo sobre el tema y una pequeña plaza de toros excavada en la roca. Buscamos con desesperación un local donde refrescarnos, lo encontramos, es el teleclub y acabamos con sus existencias de bebida isotónica, y hasta me tome un helado. 


 

Llama Victoria, y no es la primera vez que lo hace, pero la cobertura escasea, no debemos olvidar a aquello de la España olvidada. Está en Griegos, nos vamos hacia allá. La maledicencia dice que es el pueblo más frío de España, pero hoy no lo demuestra, sus ciento treinta y seis vecinos deben estar a la sombra porque en la calle no se ven muchos, claro que tampoco son horas. También atesora el hito de ser el segundo pueblo más alto de España con 1.601 metros de altitud, el primero está cerca de aquí, Valdelinares con 1.692 metros sobre el nivel del mar. Tomamos otro refresco y los tres nos encaminamos hacia Bronchales. Me pongo nervioso cuando veo el anuncio de un nuevo puerto, pero tengo la esperanza de no tener que subirlo, seguramente es el que lleva a la Muela de San Juan y las pistas de esquí de fondo. Seguimos subiendo, con suavidad, pero subiendo, entre un hermoso pinar, pero subiendo. Ha sido un día duro, estoy muy cansado. Casi todo el recorrido, calculo que el noventa por ciento, ha sido subida y la ola de calor no ha ayudado precisamente.


     

Tomamos ahora una carretera que nos interna en plena sierra del Tremedal, con un pedalear relativamente cómodo entre hermosos pinos, pero como el resto de la ruta, siempre pica para arriba, o al menos a mí me lo parece. Mientras pedaleo no puedo evitar que la cabeza funcione a su aire, pienso en el destino y recuerdo una vieja leyenda, el mito del dragón de Bronchales, era un animal único en su especie, no lo aplacaban los sacrificios humanos, sino algo más pragmático; los dulces y la leche de las mujeres recién paridas, quizá esto último fue lo que le llevo a su perdición, a los españoles no les gusta que un extraño chupe la teta de sus mujeres. El animal no muere como lo hubiera hecho cualquier otro dragón europeo, a manos de un aguerrido caballero, sino asado en su propia cueva a manos de los campesinos. El pinar es denso y abundante en fuentes, en la del Canto paramos a descansar, es un área de descanso que hasta tiene bar y todo, pero también están la de La Cañada y Sierra Alta. En medio de la pinada aparece un enorme camping, el de las Corralizas, familiar y con un aspecto sugerente, en él que no nos entretenemos bajo la promesa de que pronto comienza la bajada y llega Bronchales con ducha y cerveza fría. 


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Mariano Vicente, julio de 2022