sábado, 30 de enero de 2021

Jugando con el agua

 


Paseo por el río Segura y su acequia Aljufía

Hoy es uno de esos días en los que uno no sabe que hacer, entre la pandemia y el confinamiento perimetral estoy algo deprimido. Salgo sin rumbo determinado terminando en el carril-bici, pedaleo sin voluntad, distraído, me cruzo con la diversa fauna de este hábitat, desde ciclista pro que pedalean como si le fuera la vida en ello, convirtiendo el carril-bici en un peligroso circuito de carreras; patinadoras, y empleo el femenino porque curiosamente todas sin chicas; tertulianos andarines; señoras fotosensibles intentando absolver el sol a raudales y algún que otro abuelo con su vieja bici y su caja de frutas en el portaequipajes que se acercan a matar la mañana al huerto; en fin, todo un abanico de individuos que hace que llegue casi sin darme cuenta hasta el azud mayor de la Contraparada.



Paso, sin solución de continuidad, de la apatía a la nostalgia; estoy en el escenario de mis aventuras infantiles. Los recuerdos se agolpan sin orden ni concierto, vertiginosos se amontonan unos sobre otros produciendo una sensación de caos. Me detengo junto a uno de los bancos del área recreativa, me siento e intento poner un poco de orden. Junto a mí el fragor de la pequeña cascada del sangrador de la Aljufía ordena los recuerdos. Pasábamos muchas horas en él, tenía demasiados atractivos para niños de nuestra edad, una considerable profundidad que el salto de agua había horadado con el paso de los años, eso nos permitía hacer “clavados” desde estratégicos salientes de las paredes y eso sin contar los infructuosos intentos de pasar bajo ella. Lo normal era salir repelido nada más acercarte y cuando lograbas aproximarte lo suficiente eras engullido por el torbellino de agua y espuma que te expulsaba unos metros más allá con la adrenalina a tope. No menos excitante era aventurarse por los canales sumergidos de una vieja central eléctrica que alimentaba un salto que procedía de la misma acequia. ¡Que bien nos lo pasábamos! ¡Y con menos de diez añitos! Que diferencia con el mundo de hoy donde los críos no pueden hacer nada por si solos. He de reconocer que no todos éramos tan pequeños pues normalmente se iba en grupo y eso incluía a hermanos y primos mayores que nosotros.



Un recuerdo “doloroso” me viene de golpe a la cabeza. En el pasillo de casa estaba mi padre reparando la moto, una magnífica Ducati 175 de depósito ondulado de color azul y blanco.

-Ya vienes de la Gras (nombre popular como se conocía en el pueblo al azud mayor de la Contraparada) -dijo mi padre.
-No que va, vengo de jugar en la huerta.
-Espera un momento.

Se levantó y cogió un tubo de goma, de esos naranjas para la cocina de butano. “Zasss…”, sentí un tremendo quemazón en las posaderas y al echarles mano lo supe. Supe como mi padre había averiguado nada más verme que venía de la Contraparada ¡había desaparecido toda la parte del pantalón que cubría el culo! Toda la tarde habíamos estado “rascullándonos” por el hormigón de la presa. Buscábamos cualquier cosa que nos sirviera como deslizador, troncos, latas de aceite de las de cinco litros, y lo más peligroso para mi integridad; cartones. Nos los poníamos bajo el culo y nos tirábamos pendiente abajo, cuando se gastaban, los sustituíamos por otros. Aveces apurábamos demasiado. 


Otro episodio luctuoso y que me produjo durante mucho tiempo una sensación de culpa, ocurrió en el sangrador de la Alquibla. Allí el agua había excavado un par de pozas de lo más interesantes, más amplias y abiertas que el de la Aljufía, cuajadas las orillas de aneas y carrizos, entre las dos, una enorme roca que nos servía de trampolín y de lugar de reposo para tomar el sol, especialmente en los días invernales. Durante todo aquel verano un numeroso grupo de críos corrimos todos y cada uno de los lugares en que el río Segura y sus acequias nos ofrecían alguna oportunidad para disfrutar. Era un grupo estable, unos seis o siete, casi siempre los mismos salvo los fallos inevitables, que eran pocos, por alguna cuestión familiar. Durante todo ese tiempo un primo mío, Raimundo, nos acompañó en todas y cada una de nuestras aventuras acuáticas. Era de mi edad, más flaco e igual de alto, un poco tímido, pero majo, llevaba siempre consigo la cámara de una Vespa metida por el brazo hasta la axila que todos pensábamos que la llevaba por comodidad y esnobismo, pero no, nos equivocábamos, especialmente yo. Estábamos tumbados sobre la roca, el cuerpo recalentado por el sol, alguien tomo la decisión y todos al unísono, gritando como posesos, nos precipitamos al agua. Con el salto a Raimundo se le deslizó la cámara desde la axila a hasta la mano, lo que yo aproveche para gastarle una broma arrebatársela. Nos estábamos riendo a carcajadas cuando todos enmudecimos. Raimundo chapoteaba en el centro de la poza, los brazos en cruz, solo asomaba la coronilla y las puntas de las manos que se movían compulsivas como la cola de un pez asfixiándose fuera del agua. Aquello tenía mala pinta, me acerqué a él y se aferró a mí con la fuerza de una anaconda. Nos hundimos. Mientras bajábamos, no sé cuanto tiempo paso, pero a mí me pareció eterno, pensé que aquello no tenía solución, que nos ahogaríamos, y lo “curioso” del tema era que ahogarnos y morirse no era lo mismo, para un crío de mi edad las dos cosas no estaban asociadas. Mis pies se hundieron en el fango tocando algo sólido, con una gran patada logramos salir a la superficie y tomar aire, no sé cuantas veces repetí la jugada hasta lograr separarme de mi primo y mantenerme en la superficie. Yo estaba salvado, pero para él la cosa fue a peor, se quedó como al principio asomando sobre la superficie la coronilla y la punta de las manos. Aquello no podía durar mucho, tenía que hacer algo y se me ocurrió empujarle con cuidado hacia la orilla procurando que no me cogiera. En dos o tres intentos conseguí que sus manos tocaran los carrizos de la orilla y todo acabo felizmente. 


Dicen que la nostalgia conduce a la añoranza y yo me estoy empachando. Tomo rumbo otra vez al carril-bici por la plataforma de la vieja vía del ferrocarril que unía la estación de Santa Bárbara con la fábrica de la Pólvora -otra vez la nostalgia-, iba a regresar a Murcia, pero me acordé de unas fotos que mi amigo Paco Párraga nos pasó del rehabilitado molino de la Pólvora, así que cambio de dirección y me voy en su busca. Rodeo la antigua fábrica de la Pólvora por el camino asfaltado que va junto a su tapia, cruzo la carretera y por un camino de tierra alcanzo la rambla de Ventosa que nos acerca al paraje de las Tres acequias lugar de donde parten las acequias de Churra la Vieja, Alfatego y la propia Aljufía, junto a él la noria de la Ñora. Es metálica como casi todas las actuales y reemplazó a una anterior de madera de la que se tienen noticias desde principios del siglo XV. Tiene un diámetro de diez metros y eleva el agua hasta una altura de nueve, a un acueducto para riego que alcanza los 220 metros, construido con fábrica de ladrillo macizo a cara vista. Hipnotiza su lento girar y el sonido del agua que se derrama perezosa de los cangilones.


Seguimos el camino del agua para encontrarnos con el primer molino del recorrido, el de los Casianos, que hoy es una vivienda particular, un restaurante o una casa rural, que uno no sabe bien que. Caserón del siglo XVIII con una arquitectura austera de gruesos muros y escasos vanos, su fachada pintada de añil y por su parte trasera podemos observar la salida de aguas de sus tres piedras dedicadas a moler cereal que con el paso de los años lo hizo con el pimentón, regresando a la molturación de cereal para la fabricación de piensos animales.


Continuamos junto a la Aljufía por un placentero camino asfaltado para encontrarnos unos cientos de metros más adelante los restos de lo que fue un importante molino harinero, luego de pólvora y uno de los pocos que también movía un batán. Está ubicado en el paraje de Los Canalaos y sus orígenes son del siglo XI como molino harinero, pasando en el XVIII a Molino de Pólvora por obra y gracia del administrador de las fábricas del Rey. El ayuntamiento de Murcia ha realizado las obras de rehabilitación y puesta en valor de los restos arqueológicos, construyendo un mirador sobre el cauce de la Acequia Mayor Aljufía permitiendo a murcianos y foráneos disfrutar de estos vestigios de una forma muy cómoda.


Seguimos el caminar de la Aljufía perdiéndola y reencontrándola aquí y allá hasta llegar al Molino del Amor, también rehabilitado por el ayuntamiento, pero que no puedo visitar, está cerrado a cal y canto. Prosigo para llegar a los molinos de las Cuatro Piedras y de Funes que esperan pacientes que les llegue su turno de rehabilitación, cosa que deberá ser más pronto que tarde si queremos tener algo que recuperar. Ya la acequia se sumerge en intrincados pasajes subterráneos bajo la ciudad de Murcia y nosotros la dejamos junto a otra obra hidráulica, el Malecón cuyo objeto era y es servir de muro de contención frente a las crecidas del río Segura. Por el nuevo jardín de Murcia Río accedemos al margen y entramos en Murcia. Pasaremos, siguiendo el cauce, bajo los principales puentes de la ciudad.  
 
Mariano Vicente, finales de enero de 2021

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2 comentarios:

  1. Al biciclista deprimido y nostálgico le salen muy bien los relatos. Los mismos que permiten a este murciano de Cartagena repasar esa Murcia huertana, para él desconocida y querida, que tan bién describe el Sr. Vicente.

    Pues yo, ciclotímico moderado, me estoy pasando el confinamiento suave pero de igual hartar, de forma responsable, no egoista y solidaria con Migo Mismo y resto del personal.

    He trazado sobre el mapa, fotografiando un poco y reconociendo con mi bici, el perímetro norte del municipio cartagenero, desde el Carmolí a Isla Plana.

    Justo por ahí donde los separatistas cantonales de mis paisas, quieren poner la valla de la finca particular con la que pretenden, sin conseguirlo, aislarnos y atocinar nuestras mentes. Nuestro perímetro sureño es el mar y está bien delimitado.

    Ya completo solo a falta de depurar, para realizarlo pronto de una tacada emulando al Marianico o al Juan Crespo, biciclistas insignes.

    Como el humilde cicloturista que siempre he sido. No contaré por fácil de intuir, lo bien que me lo he pasado en esta aventura local, lo que me ha desahogado.

    Alejado responsable y solidariamente del pijo de realidad que nos está tocando vivir. Soñando con volver a cicloturistear.

    Suerte a todoas.

    Paco Marzal

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