Es algo tarde, voy al
baño, de regreso miro la cama, mi silueta grabada en el colchón, acogedor y
tibio me atrae como un abismo insondable y me precipito en él. Me despierto
sobresaltado, miro el reloj, son las nueve. No pasa nada, tengo tiempo, mi tren
no sale de Águilas hasta las 18.45, recojo con calma y bajo a desayunar; churos
y café. Es el mismo local en el que cene anoche, por cierto estupendamente, y también he dormido.
Propiedad, como otros muchos de un tal Felipe, hoteles, restaurantes, bares...
da la sensación de que medio pueblo le debe pertenecer. Pregunto si por
casualidad tienen un poco de aceite para la cadena, amables se preguntan entre
ellos y el encargado del hotel me lo proporciona. ¡Que falta le hacía a la
pobre, después de tanta arena y pedregales!
La carretera continúa
junto a la costa. Paso bajo el polémico Algarrobico antes de comenzar la preciosa
subida al alto de la Granatilla, que no se hace tan dura. Si sorprende la
siguiente, corta, pero que obliga a emplearse a fondo. Fascina, al resguardo de
una curva, la visión de los esqueletos fantasmagóricos de una malograda urbanización,
junto a una torre medieval y un campo de gol.
Montaña Indalo, la
Garrucha, Vera Playa, etc., se suceden a lo largo de la costa como las cuentas
de un rosario, cuentas blancas sobre arenas negras. Este tipo de enclaves me
suscitan una extraña mezcla de amor y odio. Me gustan por la variedad de tipos
humanos que encuentras en ellas, depredadores y depredados, estos últimos
encantados de haberse conocido, contentos y felices de que los fagociten.
Una rambla, la del
Agua, pone la nota de color con los copos amarillos de los juncos y el verde de
sus aguas sobre las que navegan elegantes las aves. A la salida de Molinicos,
una torre vigía, moderna, del XVIII que junto a otras muchas, antiguas y
modernas, jalonan la costa. Se construyeron para defenderse de la piratería
berberisca que asolaba estas tierras hasta bien entrado el XIX.
El sol pega de plano
en este medio día sin viento, falta poco para el Pozo del Esparto dónde voy a
comer. Es curioso, en este local he comido dos veces y las dos han sido con la
bicicleta. Recuerdo; que en la primera aún no habían urbanizado el pequeño
paseo marítimo, y comí bajo un toldo en la misma playa. Se sigue comiendo como
la primera vez; bien y barato. Hoy un sabroso potaje de primero, atún a la
plancha de segundo y arroz con leche de postre. Café incluido diez euros.
Me molesta
equivocarme, no tanto por los kilómetros de más, si no por el hecho de dejarme
llevar por la carretera y no por mi intuición. Mi primer impulso fue dirigirme
hacia Terreros, en cambio seguí las indicaciones que me encaminaban a Águilas y
termine en la circunvalación, carretera amplia y con arcén, pero poco
atractiva. A la primera oportunidad he regresado a la vieja compañera, aún
antes de Terreros. Últimas calas andaluzas y entramos ya en la región murciana.
El Castillo de San Juan vigila nuestro paso, la estación esta cerca y con ella
el final de nuestro viaje.
Mariano Vicente, 2 de
diciembre de 2015
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