miércoles, 16 de marzo de 2011

La Benemérita y yo.

Junto a la pared del instituto se amontonaban las bicicletas a centenares.

Alcantarilla, finales de la década de los sesenta.
Época en la que las bicicletas llevaban matrícula; chapita troquelada con un numero que se sujetaba con un precinto de plomo al cuadro, y que se renovaba cada año y que normalmente nuestros padres se ocupaban de solucionar.

La policía local y la guardia civil, en ocasiones, hacían “redadas” a la salida del instituto para comprobar que todos llevábamos la chapita, no tenerla llevaba aparejada la correspondiente sanción.
El problema era, que en el instituto, los accesorios de las bicicletas cambiaban de dueño demasiado a menudo. Al salir de clase era fácil echar de menos alguno de ellos, incluida la famosa chapita. Normalmente a los pocos días eran sustituidos por otros tomados prestados de los muchos que había junto  aquella pared. Con suerte no te tocaba a ti en una temporada.

Hacía unos días que me faltaba la chapita, lo que me obligaba a echar por el camino de los Arcos a la salida del instituto. Me venía mejor ir por la vía, pues vivía junto al campamento de los paracaidistas en la carretera de las Torres de Cotillas, pero justo en el paso a nivel solía ponerse la Benemérita. Dejaban sus imponentes Sanglas bajo el puente y allí nos esperaban agazapados.

Marchaba yo abstraído con mis cosas cuando de pronto los vi. Estaban al otro lado de la rambla, con las motos aparcadas junto al camino, ocultos tras las cañas, solo Los Arcos nos separaban. Sin pensarlo me lance rambla arriba, esperaba pasar desapercibido pero pronto comprendí mi error. El sonido bronco y profundo de las Sanglas trono a mí espalda.

El pánico se apodera de mí, no sé qué hacer, si me paro se me va a caer el pelo y si no, también.
Pedaleaba como un poseso rambla arriba, pero cada vez los tenía más cerca, aquello no podía durar demasiado.
El corazón a mil y el celebro a cero, totalmente en blanco, pero si no salía de la rambla me cogerían antes del puente de la vía. Así, que sin pensarlo, me interne a través de los bancales de limoneros en dirección al pueblo hasta que la providencia me vino a buscar en forma de bancal recién regado. 
Y allí se quedaron, con sus motos y sus botas hundidas en el barro. No mire atrás, el sonido de las Sanglas se había apagado y solo quedaba el retumbar de mi corazón en el pecho.

Durante mucho tiempo estuve haciendo recorridos inverosímiles para regresar a casa. Creo que el susto no se me pasó hasta las vacaciones de verano.

P.D.: Algunos de mis compañeros de aquella época, hoy amigos míos, sirven en este cuerpo. Al igual que otros más recientes de los que tengo el honor de considerarme su amigo. Ni los tiempos, ni las circunstancias son las mismas, todo ha cambiado, También nosotros.

Mariano Vicente, marzo de 2011

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