Huía de mi primo, calle abajo, a toda velocidad. En aquel momento solo existíamos él y yo. Lo tenía detrás y mi jadeo ahogaba el fino discurrir de sus ruedas sobre el asfalto, sabía que lo tenía cerca y en cualquier momento se pondría a mi lado y perdería.
Por las tardes, cuando no teníamos clase, solíamos juntarnos para montar en bicicleta, en aquellos días ya tenía una “bicicleta de hombre”, lo que significaba una talla xxl, equipada de guardabarros, faro, dinamo y portabultos, unos veinte kilos en canal, pero como disfrutábamos con ella. Uno de nuestros juegos preferidos era el “pillao”; juego parecido al escondite pero en bici, uno daba un pequeño margen de tiempo mientras los otros salían disparados. El juego consistía en regresar al punto de partida sin que el que te perseguía te atrapara.
Aquella tarde, el perseguidor era mi primo Pascual, llevaba una Gacela y la tenía preparada de “carreras”. Llevaba, no sé si tres o cinco velocidades –nosotros solo teníamos una- y había quitado los guardabarros y el portabultos, incluso el faro y la dinamo. Claro, con aquello volaba. Todo iba bien hasta que me encontré con aquella mujer. He de deciros que ella no tuvo la culpa, pero creo que yo tampoco, bueno algo quizás sí.
A lo lejos un bulto oscuro se perfila sobre las paredes encaladas. Camina sobre la acera, despacio, de espaldas a mí. La cabeza cubierta por un velo negro; los sayones, también negros, colgaban hasta unas zapatillas de fieltro negro. Era la típica mujer a la que los tiempos y la sociedad mantenían enlutadas de por vida.
De pronto la tragedia. Una inoportuna ráfaga blande su falda al viento, justo cuando paso junto a ella. La falda se traba en la palomilla de la rueda delantera y vuela por los aires. Cae con un golpe sordo sobre la acera. La he matao. Esta tendida, inmóvil, los ojos cerrados, su tez pálida, cadavérica, queda enmarcada por el sudario de su negro velo. La he matao.
Me tiembla todo el cuerpo, no sé qué hacer. Mis dudas se resuelven al momento, de pronto me veo rodeado de mujeres, no sé de donde han salido, pero ahí están. Nos meten a la mujer y a mí en una casa.
-Pobre criatura, que palidico que está.
Decían las comadres mientras me daban de beber un brebaje a base de vino con sal especialmente recomendado para quitar el susto. A la abuela no le paso nada, pero yo deje de jugar al “pillao”.
Mariano Vicente, una tarde de febrero de 2011.
Animalico, animalico...
ResponderEliminarPobre Marianín...