“La belleza está en los ojos que miran; ellos la ponen”. Francisco Umbral.
Primer día.
Domingo, son las ocho y media, Villanueva duerme bajo un espeso manto de niebla. Con un humeante café en la mano espero que levante. Parecen haberse puesto de acuerdo, tiempo y niebla siguen Inmutables. Desesperado me tiro a la carretera. Abandono Villanueva con el pueblo sumido en la bruma y el silencio. Ni un ladrido, ni un mugido, nada que rompa la tranquilidad más absoluta, salvo el rodar de los neumáticos sobre el asfalto. La dehesa se adivina más que se ve. Poco a poco el ojo se va acostumbrando a la niebla y empieza distinguir con dificultad árboles y animales. Vacas, ovejas y el rey de la comarca, el cerdo ibérico, negro y fino, de altos perniles, que hociquea glotón bajo las encinas.
Con el avance del día se difumina la niebla. Dehesa infinita. Suelos de granito que apenas cubre la hierba, encinas milenarias y pastoreo, características que marcan la personalidad de la zona e influyen en su devenir histórico y económico.
La verde y ocre penillanura de Los Pedroches se extiende hacia el oeste, flanqueada al norte y al este por la sierra de Madrona y Andújar. Estamos al sur de Sierra Morena, escalón que separa la altiplanicie de la Meseta, por un lado, y el valle del Guadalquivir, por el otro. Frontera que separa un territorio poco poblado, agreste y en cierto modo olvidado.
Se dan en la zona anacronismos como la finca La Garganta, con quince mil hectáreas, el mayor latifundio de España. Propiedad de la compañía minera Río Tinto, pasó a manos del duque Francisco de Baviera y en 2001 la adquirió el duque de Westminster, lord Gerald Cavendish Grosvenor, uno de los hombres más ricos del mundo. La Garganta era —y probablemente sea—, uno de los mayores santuarios de caza de Europa, solaz de personajes de las altas finanzas, políticos y miembros de la aristocracia como Guillermo y Enrique de Inglaterra, Juan Carlos I o Carolina de Mónaco. En época de caza, las piezas eran empujadas con perros hacia el embudo natural que formaba la garganta y allí eran acechados por los cazadores. La finca da trabajo a un número indeterminado —mayor en la época de caza— de personas, en especial vecinos de Villanueva y Conquista.
Diecisiete pueblos nos esperan, interconectados por una red de carreteras, caminos y cañadas que serán nuestro hilo de Ariana en estos dos días de pedaleo entre imponentes castillos y laberínticos muros que defienden los árboles de los ganados trashumantes. Es la mayor dehesa de Europa y donde pasta uno de mis bichos más admirados; el cerdo ibérico.
La palabra Al-Ballut hace referencia en árabe a «llano de las bellotas», campos que llegan hasta donde alcanza la vista. La comarca por la que pedaleamos, Los Pedroches, coincide casi con exactitud con la antigua kura de Fahs al-Ballut del territorio musulmán de Beturia. Y ya que estamos hablando de palabras, hay otra que es una constante aquí; dehesa. Vocablo que proviene del latín “defensa” y hace referencia a las interminables paredes de piedra que sirvieron y sirven, por un lado, para defender los cultivos del ganado trashumante y por otro, para retener dentro de la finca al ganado propio.
La carretera coincide con exactitud con las coladas de Los Pedroches y la del Guijo a Villanueva de Córdoba. El asfalto es bueno, sin arcén, y lo más importante, sin tráfico. Pedaleo ensimismado en la “casi” contemplación de la dehesa, y digo casi, porque el paisaje está suavizado, casi difuminado por la niebla, pero se intuye poderoso y vivo. Veo más ganado lanar que otra cosa, aunque también se deja ver el vacuno y más escasamente el cerdo. Solo un par de piaras y algunos ejemplares sueltos, que huyen en cuanto oyen el rodar de la bicicleta.
Pedroche aparece al otro lado de un altozano. Una pareja de ciclistas se distingue a medio camino entre mi posición y el pueblo. Los espero. Los grabo y saludo, pero no parecen tener ganas de conversación, probablemente sean extranjeros. Continuo y entro en el pueblo, visito el exterior de la iglesia del Salvador y una señora me dice que en un rato habrá misa, pero quiero seguir avanzando y me dirijo hacia El Guijo.
La carretera sigue la misma tónica, un asfalto correcto y nulo tráfico. Me desvío durante unos minutos hasta la ermita de Piedras Santas, agradable lugar junto a un riachuelo. Siete bancos en su interior para acoger a los representantes de las Siete Villas de los Pedroches que se reunían aquí para tratar los asuntos comunes.
Seguimos con las palabras y los significados, por algún lado he leído que El Guijo equivale a “Piedra Grande” erosionada por el tiempo. El pueblo no es demasiado grande y tampoco parece de los más importantes de la zona, pero estuvo habitado desde antiguo, así lo atestiguan los restos arqueológicos, íberos y romanos, hallados en Majadaiglesia. En tiempos de la conquista castellana, la villa de Santa María, como al parecer se llamaba, paso a depender del señorío de Santa Eufemia, convirtiéndose en la puerta de entrada a Córdoba de los ganados trashumantes que procedían de la meseta a través de la Cañada Real Soriana y de La Mesta, que se bifurcan en el pueblo, una hacia Extremadura y otra hacia el interior de Andalucía.
Reanudo la marcha en dirección a Santa Eufemia y por una cuestión de tiempo desisto de visitar la ermita de la Virgen de las Cruces, patrona de la localidad, que se encuentra a unos seis kilómetros, doce con la vuelta, del pueblo. Me hubiera gustado ver el baptisterio paleocristiano, en el que se bautizaba a los primeros cristianos por inmersión.
En poco más de un kilómetro nos deja por nuestra izquierda la cañada de la Mesta o Merinos, que de las dos formas se llama. Ella sigue hacia el oeste y nosotros nos dirigimos un poco más al norte, hacia la sierra que separan los valles de Alcúdia y Los Pedroches. La dehesa se vuelve más agreste y a los pies de la sierra de la Barca se descubre Santa Eufemia. El Camino Real de Córdoba a Toledo pasaba por el valle de Alcúdia. Antiguo camino, nexo de comunicación entre el centro de la Península y el sur andaluz durante siglos.
Vuelve la dehesa en todo su esplendor. La carretera, solitaria y tranquila, serpentea entre encinares que, poco a poco, se van abriendo, dando lugar a extensos cultivos salpicados aquí y allá de solitarios y hermosos cortijos. Entre unas cosas y otras cruzamos el río Guadamatilla y enlazamos con la vereda de Sevilla y de la Plata que nos acompañará hasta Belalcázar.
—No señor, aquí casi todo cierra los domingos.
—Pues me vendría bien un café y un pastel.
—Pastel puede que sí, igual está abierta una pastelería detrás del ayuntamiento, es la mejor del pueblo, sabe usted. Mire tire por esa calle, donde está la capilla, y al llegar a un edificio que divide la calle en dos tire usted a la derecha y la vera en seguida.
—Buenas tardes. ¿De todos estos pasteles, cuáles son los típicos de la zona?
—Mire usted, este de aquí es el pastel cordobés y este otro, es el de boda que se hace aquí en el pueblo.
Me llevo los dos. El primero es un triángulo de hojaldre con el interior relleno de cabello de ángel. El segundo son dos mitades de bizcocho unidas con crema pastelera y regados de azúcar sólida. ¡Buenísimos!
Pronto se echará en cima el manto de la noche. El alojamiento está a unos tres kilómetros del pueblo por una pista de tierra, es una especie de centro hípico con caballos, corrales, pistas de entrenamiento y un par de casar rurales unidas por un restaurante, una de ellas solo para mí, es domingo y soy el único huésped. Mi bicicleta duerme en un amplio salón y yo en una cama enorme, pero antes he pasado por el restaurante y tomado una buena sopa de cocido y un tremendo solomillo ibérico.
Segundo día
A la salida del pueblo, en el semáforo, se sitúa en el carril contiguo una guapa agente forestal que me sonríe desde su atalaya todoterreno.
— ¿La gasolinera está cerca? Le pregunto. Me han dicho que ahí se puede desayunar, que lo demás está todo cerrado.
—Está a la izquierda, pero mejor vete a la derecha, a los Cazadores, ahí se desayuna muy bien y la carretera del Viso está en frente.
— ¿Pero estará abierto? Le vuelvo a preguntar.
—Si por su puesto.
Se abre el semáforo y ella se va a la izquierda y yo, aún deslumbrado por su sonrisa, a la derecha. Pero los Cazadores está cerrado y me está bien empleado. Decido que no voy a volver atrás y me interno por la carretera del Viso con la duda de si la indicación “y la carretera del Viso está en frente” que me ha dado la chica, ha sido solo a título informativo o ha tenido la intuición de que me dirigía hacia allí.
Acompañado por mi propio vaho busco un bar en El Viso. Los encuentro, pero cerrados, alguno parece que para siempre. No se ve un alma por las calles que huelen a humo y aceite. Junto a la iglesia encuentro un paisano y le hago un tercer grado.
—Aquí el único sitio que va a encontrar para que un ciclista almuerce es el Chanclas. Tome usted la carretera de Santa Eufemia y a la salida del pueblo lo encontrará a su derecha.
Como soy de natural “bien mandao”, sigo sus indicaciones al pie de la letra y casi me salgo del pueblo sin encontrar al Chanclas. Regreso sobre mis pasos, espero, veo a una muchacha, pregunto. Si es la panadería, métase usted por esa calle y lo verá. Me meto y lo veo. El local estaba a rebosar, todos los “currantes” del polígono estaban allí almorzando. Me toco esperar un poco, pero almorcé bien.
Ya más tranquilo y reconfortado, tomo el camino de Dos Torres. Comienza a llover. Después de toda una mañana de amenazas, lo hace sin ganas, con una ligera y helada llovizna que casi no moja. Mejor para mí. Lo que sí aumenta es la sensación de frío al subir también el viento, pero es de poniente y no perjudica mucho. Casi sin darme cuenta ya estoy allí. A la entrada, un joven me pone al día del porqué este nombre. A la sazón había aquí un núcleo de población ya en el siglo XIV que respondía al nombre de Torremilano, una villa de realengo y Torrefranca, una torre aislada que poco a poco fue adquiriendo población a su alrededor y sobre la que siempre pretendió su propiedad el Señorío de Santa Eufemia. Para evitar conflictos jurisdiccionales, en 1839 decidieron fusionarlas o fusionarse con el actual nombre de Dos Torres.
Ya en Villanueva, el viento ha arreciado y el día sigue muy desapacible, llueve con más fuerza, por lo que me dirijo hacia el coche, guardo la bici, me cambio y busco un lugar donde comer. Lo encuentro en el mesón El Rollero, un local totalmente recomendable. Ración de jamón ibérico, salmorejo cordobés e hígado encebollado, con el postre no puedo, un buen café y decido regresar a mi casa, aún me quedan más de quinientos kilómetros de carreteras y autovías para llegar.
Mariano Vicente, noviembre de 2022
P.D.: He realizado unos 150 km. por las carreteras del valle de Los Pedroches en dos jornadas. La primera entre Villanueva de Córdoba e Hinojosa del Duque, pasando por El Guijo, Pedroche, Santa Eufemia y Belalcázar.
La segunda entre Hinojosa y Villanueva por El Viso, Dos Torres y Pozoblanco.
He pernoctado en el hostal Los Encinares (Villanueva, 35 € h. individual) y Casa Rural La Jara (a 3 km de Hinojosa por pista forestal en perfecto estado. 30 € h. individual, desayuno incluido).
Para comer hay suficientes pueblos con todo lo necesario y las distancias entre ellos no son excesivas. La zona tampoco es demasiado cara para lo que se estila actualmente (2022).
Aunque hace años que tenía ganas de visitar la zona, quizá no lo hubiera hecho de no encontrarme casi de casualidad con la página de AL-BALLUT (https://alballut.com/) a los que les deseo todo el éxito que se merecen.
Sublime Mariano!! Que forma de disfrutar, envidia sana!!
ResponderEliminarGracias
EliminarMejor resumen no se puede hacer aún con frases las cuales no son fáciles de entender, pero muy bien relato sobre la vivencia vivida por esas zonas tan preciosas que tenemos por España.
ResponderEliminarMuchas Gracias. Son unos paisajes maravillosos...
EliminarCongratulations Mariano por tu crónica.
ResponderEliminarMuchas gracias...
ResponderEliminarYo la he echo hasta Santa eufemia en gravel mariano.Como no los cuenta es precioso y maginate en gravel por esas de esas,viendo ciervos correr delante tuya.
ResponderEliminarSupongo que por pistas será maravilloso, más imbuido por el paisaje y la naturaleza. Escogí la carretera más que nada por comodidad.
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