Mi amigo Carlos había programado una salida para el sábado,
día anterior, a la marcha de bicicletas clásicas La Histórica, con el lucido nombre de Prehistórica, pero en
nuestro caso la cosa no saldría como teníamos previsto. El viernes noche ya
estábamos en Abejar, pero con un hándicap, Victoria había conseguido
alojamiento en el pueblo, pero Matías y yo lo teníamos a 15 kilómetros, en Vinuesa, lo que complico todo, porque solo disponíamos de un
coche, el de Victoria. Ella se ofreció a ir a buscarnos por la mañana y luego
traernos al medio día, pero nos parecía un poco engorroso y lo descartamos.
Haríamos una Prehistórica, pero a nuestro aire.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, divagábamos
sobre el trayecto a realizar, podíamos incorporarnos a la ruta de Carlos a su
paso por Vinuesa, calculamos que llegarían tarde,
alrededor de las doce, para luego terminar en Abejar y habría que regresar.
Mucho lío; mejor hacer algo por nuestra cuenta, pero qué; Laguna Negra, Lagunas
de Neila, una turne por los pueblos de alrededor,
visitar a un primo de Matías en Navaleno, en fin, que
estábamos confusos e indecisos. Nos salvó el dueño del hotel:
- Si les viene a ustedes bien, hay una pista asfaltada que
va desde Duruelo de la Sierra a Navaleno
por Cabeza Alta y El Amogable, muy bonita, ya verán
ustedes. Para la vuelta, pueden regresar por la misma pista y nada más pasar el
viejo aeródromo de El Amogable, tiran ustedes a la
derecha por otra pista también asfaltada y sin problemas de orientación, llegarán casi al cruce de Playa Pita, en el embalse de la
Cuerda del Pozo ya cerca de Molinos.
- ¿Seguro que está todo asfaltado? Mire usted que vamos con
las clásicas.
Seguro, mejor que muchas carreteras de más categoría, nos
contesta el dueño del hotel, así que no dudamos más, allá nos vamos.
Salimos de Vinuesa en dirección a
Molinos de Duero donde entramos en contacto directo con el Duero que la
carretera sigue por su margen izquierdo. Observo hacia el sur una larga sierra
que probablemente sea la que tengamos que franquear para llegar a Navaleno, pero ahora nos dejaremos llevar río arriba hacia Covaleda, pueblo de origen de la familia de mi suegra, pero
al que curiosamente nunca quiso volver, a pesar de corresponderle una parte
sobre cosas de pinos. Nosotros, prácticos, dejamos de divagar y nos centramos
en la terraza de un bar de la plaza del pueblo; cerveza fría y buenos
torreznos.
Reconfortados, nos encaminamos hacia Duruelo
de la Sierra, donde cruzaremos el Duero para
dirigirnos al sur, hacia la sierra de Cabeza Gorda, con su doble cumbre, el más
alto el pico Marañón, con 1474 metros,
supera por diez a su compañero. Poco después de pasar el pueblo encontramos el
cruce: el Amogable 12, Navaleno
18, camino forestal, está claro que este es el nuestro. Comenzamos una subida
que se alargará por más de tres kilómetros bajo un sol que, para ser Soria,
pica demasiado. Pronto llegamos al collado y vemos una pista de tierra que
indica Cabeza Alta 1,9 km, quizá demasiado para mi vieja Pinarello
y sus finas cubiertas.
Nos dejamos caer hacia el lado sur, más empinado que el
norte. Disfruto trazando una curva tras otra con la Montello,
cuadro de acero y viejas ruedas Mavic, mucho menos
rígida que mi actual bici de carbono, pero sólida y segura, algo traviesa al
ser una talla justita para mí. Matías
está disfrutando, nos estamos tomando el recorrido sin prisas, gozando del
momento, le llama la atención la cantidad de vacas que pastan libres en los
prados de alrededor, resulta algo extraño que todas sean de un rubio uniforme,
ni negras, ni blancas, ni pintadas, deben criarse para carne y no sé si tiene
algo que ver con la rubia gallega. Los ternerillos
nos miran curiosos y cuando nos detenemos para fotografiarlos, corren inquietos
al amparo de su madre.
Pasamos lo que parecen instalaciones forestales, debemos
estar en El Amogable. Luego nos
enteramos de que es un complejo educativo, divulgativo y de ocio, con su aula
de Interpretación del Bosque, lo que da una idea de la atracción de la sociedad
actual por las actividades de ocio y tiempo libre en plena naturaleza,
esperemos que sea una buena oportunidad de desarrollo en el mundo rural y no
nos desborde como una simple moda.
Cruzamos sobre la vieja plataforma del ferrocarril
Santander-Mediterráneo, hoy convertida en Vía Verde.
Navaleno aparece tras un altozano con sus casonas de
piedra gris, dejándonos caer hasta entrar en el pueblo. Matías, quería saludar
a su primo, pero el motivo real para visitar el pueblo era otro más pragmático;
comer. Misión imposible. El buen tiempo y las comuniones hicieron inviable que
pudiéramos sentarnos a una mesa, recorrimos todos los locales del pueblo y al
final, en uno de ellos, se apiadaron de nosotros dejándonos tomar algo de lo
que quedaba en la barra, en un rincón del local.
Algo apesadumbrados, abandonamos Navaleno,
sensación que desaparece conforme nos introducimos de nuevo en el corazón de
esta tierra de pinares. Llegados a El Amogable tomamos
la pista asfaltada que sale por nuestra derecha llaneando
entre pinos, no entiendo mucho, pero creo que son de la
especie albar y negral, aunque también se ven robles, sabinas y algún
que otro prado, donde casi los únicos animales que vimos fueron las vacas.
Sabemos que estos bosques son ricos en “bichos”, tanto aéreos como terrestres,
pero que no se han dejado ver, excepto las cigüeñas.
Por un pequeño puente cruzamos el río Ebrillos
y continuamos por su margen izquierda. Llegados a una zona de campamentos
juveniles, lo volvemos a cruzar y continuamos ya por su margen derecha hasta
que, junto al Duero, cede sus aguas al pantano de la Cuerda del Pozo. Embalse
importante, con más de 60 kilómetros de costas, que
lo mismo sirve para producción eléctrica, que, para regadío y agua potable, o
para el ocio en el entorno de Playa Pita, también le llaman de La Muedra por el pueblo que yace bajo sus aguas. Pronto
desembocamos en la carretera y nos dirigimos directamente a Molinos de Duero y Vinuesa, cabecera de la comarca de Pinares y nuestro lugar
de destino.
Durante mucho, mucho tiempo, la gente levantaba su casa con
lo que tenía a mano, sin arquitectos ni decoradores, lo que definía y limitaba
la personalidad de cada lugar. Los pueblos eran una parte más del paisaje
circundante, por eso, los que han conservado su antigua fisonomía aparecen
armoniosos, integrados y algunos, hasta bellos dentro del territorio que les
rodea.
Al abrigo de la sierra norte de Guadalajara, nos
encontraremos con una serie de pueblos que han dado en denominarse de
arquitectura negra e incluso han solicitado la declaración como Patrimonio de
la Humanidad. Negras las paredes, negros los tejados. La vivienda en la planta
baja y bajo el tejado el pajar, aun lado el corral, un poyete delante del
zaguán donde sentarse bajo los rayos del sol invernal, algunas tienen hasta
horno para cocer el pan, las cubiertas a dos o tres aguas. Puertas y ventanas
con dinteles de madera o de dura piedra, algunas, coquetas ellas, los colocan
en un color de contraste.
Riaza, pueblo austero y un buen lugar para comenzar
este periplo de colores y arquitecturas tradicionales. La falta de tiempo nos
impedirá la visita al mirador de Piedrasllanas, un kilómetro más arriba de la
ermita de Hontanares. Desde Riaza, subiendo el duro puerto de la Quesera, veremos
el Hayedo de la Pedrosa, también conocido como el Hayedo de Riaza. Encumbramos
la sierra de Ayllón para descender el puerto, paisaje agreste, solitario y
abrumador en pleno corazón del Parque Natural de la Sierra Norte de
Guadalajara. Descendemos vertiginosos hacia el cauce del río de las Veguillas,
que apenas podremos seguir al encajonarse entre altas paredes. Intentamos
seguirlo, pero no lo logramos, una serie de profundas gargantas lo impiden. La
carretera lo abandona en busca de los pueblos negros.
Majaelrayo, asoma a orillas del Jaramilla, sitiado
por los picos Ocejón y Cabeza de Ranas. Pueblo principal, hasta tres fuentes
tiene; la del Caño, la Buena y la de las Cabezadas. Tiene un pequeño museo con
fotografías antiguas del lugar y los vecinos se reúnen bajo el viejo Olmo de la
plaza del cementerio. Durante años tuvieron un gran prestigio las aguas
curativas de los Baños de Robledo, que no se crean están en el pueblo vecino,
que estos pueblos son muy suyos. Impresionan estos pueblos, son verdaderamente
negros, suelos, paredes, tejados, fuentes iglesias, todo negro, muy negro, como
como las perspectivas de futuro que debieron ver sus vecinos cuando los
abandonaron a mediados de los años 50 del siglo pasado.
Continuamos camino hacia Campillo de Ranas, pueblo
situado a 1.100 metros de altitud y vigilado de cerca, como todos, por el
Ocejón. Casas con armazones de madera y lajas de pizarra, la iglesia de Santa
María Magdalena, con sus curiosas esquinas enmarcadas por calizas blancas en
contraste con el negro de las pizarras, preside la plaza. Sorprende su reloj de
sol, en la antigua casa del párroco y restaurado recientemente, aunque la
verdad, a mí no me lo parece. Más recientemente se ha hecho famoso por sus bodas
«gays» y de las que no lo son, que de todo hay, pero que han reactivado la
economía local.
Paramos brevemente en el El Espinar situado en una
pequeña colina rodeada de profundos barrancos, ofreciendo unas magníficas
vistas del valle del Jarama. Conserva un pequeño lavadero con pilón cubierto de
lajas de pizarra. Continuamos hacia Campillejo, típico pueblo como los
anteriores con paredes y cubiertas de lajas de pizarra. Aquí la nota de color
la ponen los marcos de puertas y ventanas que están encalados. Bonita su vieja
iglesia de pizarra.
A la salida de una curva y en subida, aparece de repente la Ermita
de Nuestra Señora de los Enebrales, construida en el siglo XVIII. En su
interior se encuentra la patrona de Tamajón, la Virgen de los Enebrales,
conocida como “La Serrana”. Tamajón, dónde hay censadas148 almas
y que a mí me parece más grande. A pesar de estar en la zona de los pueblos
negros, no lo parece. Se localiza en una pequeña hoya rodeada de colinas bajas
cubiertas de bosque y matorral, parece que fue buen lugar para la caza y que Felipe
II estuvo a punto de construir aquí su Monasterio de San Lorenzo, que luego se
llevó el Escorial. Durante el siglo XIX fue famosa su fábrica de vidrio por la
calidad de su cristal. Nuestra Señora de la Asunción se remonta al siglo XIII, de
donde conserva un bonito y porticado atrio románico con canecillos decorados
con figuras humanas. Remodelada en el siglo XVI en estilo renacentista, tiene
tres naves con cabecera plana. A parte de la iglesia, el edificio de más
empaque es el Palacio de los Mendoza, sede del Ayuntamiento, con fachada de
estilo plateresco y los escudos de la familia Mendoza y de La Cerda. No podía
faltar la fuente, en este caso La Nueva, el lavadero y el pilón. Hay hambre y
aprovechamos para comer.
Nos adentramos ahora en un denso sotobosque que sólo se
interrumpe en los alrededores de pequeños pueblos como Almiruete y Palancares,
anticipo de uno de los puntos neurálgicos de los Pueblos Negros: Valverde de
los Arroyos. Estamos en el punto más bajo del recorrido, a partir de aquí
la cosa se pone cuesta arriba y tendremos ocasión de recordar el lechazo que hemos
comido.
Almiruete aparece en la cabeza de un pequeño valle,
sobre una empinada ladera de las estribaciones del Ocejón. Destaca entre la
arquitectura negra la Iglesia románica de nuestra Señora de la Asunción, del
siglo XIII, ampliada en el siglo XV en estilo gótico. Más famoso es su Carnaval
de Botargas y Mascaritas, cuenta con un interesante museo con máscaras y
atuendos tradicionales, los utilizados en unas de las fiestas populares más
ancestrales de la provincia de Guadalajara cuyos orígenes se remontan al siglo
XI. Palancares lo a travesamos sin pena ni gloria, está rodeado por
bosques de robles que tratan de vencer su sed en el río Seco, destacan sus casas
balconadas y su iglesia de la Inmaculada que alberga una pila bautismal
románica.
Una fuerte subida nos vuelve a recordar el lechazo. Se faja
ahora la carretera con las laderas del Ocejón en una prolongada bajada que hará
que nos olvidemos del lechazo y nos deja a las puertas de Valverde de los
Arroyos. El apellido de este pueblo es real, se lo dan los arroyos que lo
rodean y conforman espectáculos como la Catarata de la Chorrera, salto que
fluye sobre escalones de piedra y que desciende más de 120 metros. No tenemos
tiempo material para visitarla y nos conformamos con verla de lejos. En el
pueblo, la vida gira alrededor de su plaza mayor, espaciosa y con bonita fuente
central, un espacio para juegos tradicionales y la iglesia de San Ildefonso. En
el Museo Etnológico se rinde homenaje a la actividad textil de la zona. He
leído en algún sitio que en junio se celebra la fiesta de La Octava del
Corpus, con danzantes ataviados con ropajes de origen ancestral.
Umbralejo se ve a lo lejos sobre una escarpada ladera
y por la que tendremos que subir ya que la carretera pasa por él. Apenas medio
centenar de casas, pero de una pura arquitectura tradicional que impresiona.
Abandonar el pueblo y comenzar a sufrir todo es uno. Desconocemos la zona, pero
por lo visto en los mapas nos esperan 13 kilómetros -vaya numero para estas
cosas- de constante y dura subida hasta superar el puerto de Campanario con sus
1568 metros, menos mal que llevamos coche de apoyo y nos evitamos así las
alforjas. Durante la subida y bien a nuestro pesar, dejamos a tras sin
visitarlos los pueblos de La Huerce y Valdepinillos, a los que hay que bajar y
después volver a subir, y para subidas ya tenemos suficiente con el Campanario.
Pasado el puerto, el paisaje cambia, se vuelve más humano, menos
agreste y solitario. Pronto aparece Galve de Sorbe y nuestro
alojamiento, dejamos las bicicletas y aprovechamos para visitar el pueblo antes
de que anochezca. Lo más impresionante de Galve es su fortaleza medieval.
Reformada en el siglo XV su fábrica se remonta al siglo XIII, de planta
trapezoidal y gruesos muros, cuenta con una magnífica torre del homenaje, varias
torres cuadradas, semicirculares y los lienzos que las unen. En el patio no
podía faltar su aljibe, recientemente desenterrado. Solo subimos Victoria y yo,
Matías prefirió quedarse a descansar. El pueblo es “apañao” como dicen en mi
tierra, tiene tres ermitas; de San Antón, de la Virgen de la Soledad y de
Nuestra Señora del Pinar. Picota medieval, fuente de cuatro caños, casonas de
piedra y Ayuntamiento con los clásicos soportales castellanos, hasta vimos como
una vaca paria un rubio y frágil ternero. Por hoy ya está bien de impresiones,
panorámicas y bellos pueblos, creo que nos hemos merecido cena y cama.
Pueblos Rojos
Hoy, es un nuevo día, pero también un nuevo escenario para
nuestras andanzas, aunque no tan diferente, el paisaje sigue siendo solitario,
pero no tan abrumador en su soledad como el de ayer, el horizonte menos
abrupto, más abierto, sigue siendo montañoso, escarpado y áspero hacia el sur, se
expande por las vegas de los ríos Aguisejo y Pedro hasta llegar al mismo Duero y
sigue por la ocre llanada segoviana que cierran brumosos los Picos de Urbión. La
pizarra negra, abundante en el parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara
sigue haciéndonos sentir su presencia, pero poco a poco la arenisca ferruginosa
“buntsandstein” del norte de la Sierra de Ayllón nos van a trasladar a un
mundo; negro y rojo o rojo solo, incluso amarillo, paleta de colores digna del
mejor pintor. Pueblos de recios muros, de macizas espadañas, de olor a lumbre,
de recias chimeneas, de hayas y robles centenarios, de orondas montañas y
cascadas y arroyos.
El primero que nos encontraremos es Villacadina,
rodeado de prados, cubierto el horizonte de gigantes aspados. Rodeamos la
sierra de grado para entrar en Tierras de Ayllón, que, aunque venida a menos,
fue una importante institución política y administrativa medieval. Repartía
justicia y autoridad entre los vecinos y ordenaba el aprovechamiento de
tierras, aguas y pinares, formaba parte importante de la llamada Extremadura
Castellana que comprendía las tierras al sur del Duero, desde Soria hasta
Trujillo y Medellín.
Santibañez de Ayllón sorprende entre los álamos,
recia iglesia y casas semiderruidas con estructura de roble y enlucido de
adobe. De aquí sale la carretera que nos lleva al Negredo, ya pueblo
rojo, rojo, aunque el mejor representante de estos pueblos sea Madriguera,
quizá el primer pueblo serrano en padecer la fiebre de la rehabilitación. La
mayoría de sus casas en pie, en perfecto orden de revista, sus contraventanas
cerradas, bien barnizadas puertas y ventanas, limpias las fachadas en espera de
los pobladores de fin de semana. Se ven vecinos ajetreados aquí y allá,
entretenidos en el arreglo de los jardines o pequeñas reparaciones necesarias
de cara al verano. Salen del pueblo dos ramales que llevan a otros dos pueblos,
El Muyo y Serracín a los que no vamos. El Muyo es uno de los de mayor altitud
de la provincia, creo recordar que 1.285, y no es rojo sino negro. La mayoría
de estos pueblos sufrieron una severa despoblación a mediados del siglo pasado
buscando sus vecinos una vida más confortable, comprensible si tenemos en
cuenta que carecían de lo que hoy consideramos de lo más elemental y necesario,
como el agua corriente, el alcantarillado o la electricidad.
Villacorta es el siguiente pueblo rojo, paseo por sus
calles semidesiertas presididas por la espadaña de la
iglesia de Santa Catalina. A Becerril no subimos, pero si entramos en Martín
Muñoz de Ayllón por una carreterilla escoltada por álamos y trigales. El
pueblo, ni negro, ni rojo, ni amarillo, con casas “corrientes” como otras
muchas de cualquier otro lugar, una fuente sin encanto y poco más. En Alquité
las piedras tiran al amarillo, más cuarcitas que pizarras con su maciza
iglesia dando la espalda al pueblo. Cerveza en el centro social y la decisión
de subir las bicicletas al coche e iniciar la vuelta a Murcia. Nos hemos
quedado con las ganas de más, pero como dice mi amigo Matías, siempre hay que dejarse
algo para poder volver, me quedo con unas ganas infinitas de visitar Cantalojas
y atravesar la sierra hasta Majaelrayo por una inmensa pista blanca.