Pronto seriamos libres de nuevo. Ahora no
quedaba otra que esperar a que acabara la misa. No es que a nosotros nos
interesara ni mucho ni poco, pero así lo decidía el señor cura y lo mandaban nuestras madres. Tocaba ir a misa,
encorsetados en nuestras ropas de domingo, el pelo húmedo
y repeinado, la raya trazada con tiralíneas,
los zapatos lustrados por el betún y los que ya habíamos hecho la primera comunión,
muertos de hambre, para no caer en el pecado de comulgar sin estar en ayunas. Eso
no nos importaba para al acabar la misa correr calle arriba, hasta la otra
parte del pueblo, al otro lado de la vía
de ferrocarril de donde éramos todos los de mi grupo. Por lo general el resto de la mañana lo dedicábamos a jugar a la pelota o a montar en bici.
Desconocíamos
entonces si la bicis tenían tallas o si eran tal o cual modelo, solo distinguíamos dos clases, las de hombre y las de mujer, estas se
diferenciaban en que no tenían la barra superior para facilitar la subida y que se pudieran
utilizar con faldas, pero a nosotros eso no nos importaba, solo queríamos subirnos en una, aunque a veces no llegáramos a los pedales y sentir el viento en la cara, disfrutar de
esa libertad que solo la bici puede dar.
Quedábamos
al final de la calle y allí
decidíamos si ese día íbamos a ir por asfalto o tomaríamos
algún camino de tierra. Nosotros, igual que nuestras bicicletas éramos polivalentes, lo mismo recorríamos
rambla Salada hasta el Cejo del Águila o más allá, pasando -lo que para nosotros era ya casi el límite territorial de nuestra aventura- la
carretera de Mula o visitábamos los pueblos de los alrededores; normalmente el recorrido
pasaba por la Torres, Alguazas, Ribera de Molina y Javalí Viejo, llegando hasta Alcantarilla el día
que queríamos hacer un "rutón".
Mi bicicleta sé que era una Orbea, no recuerdo el modelo si es que lo tenía, bueno en realidad era de mi padre, pero se había comprado una moto y ya casi no la usaba. Era una bici totalmente
equipada con sus guardabarros, portabultos, faro y dinamo, bolsa para la
herramienta y hasta un cepo sobre el manillar. Apenas llegaba a los pedales,
incluso bajando todo lo posible el asiento, me quedaba un poco grande, pero era
perfecta.
¡Por fin libres! habíamos decidido tomar
la carretera nacional hacia la Media Legua, nuestro primer contrincante era el
autobús de línea, nos manteníamos delante con nuestras piernas moviendo los pedales de forma
endiablada, lo que provocaba un vaivén característico de la bicicleta, hasta que el autobús por fin nos adelantaba, y nosotros bajábamos
el ritmo para recuperar el resuello. Atravesábamos
Las Torres y llegábamos a Alguazas. Nuestras bicis no tenían
nada que sirviera para llevar agua por lo que siempre parábamos a la salida del pueblo, junto a una casita con una pequeña verja y un diminuto jardín.
Y allí; en el rincón, un grifo con una
pequeña manguera sobre una pila, nuestro oro líquido.
Bebíamos hasta hartarnos, ya no lo volveríamos
hacer hasta regresar a casa.
Continuábamos
hasta la Ribera de Molina y junto al río
Segura llegábamos hasta Javalí Viejo, para cruzar
primero la acequia Alquibla y después tomando el
lateral de la vieja vía de ferrocarril que daba servicio a la Fabrica de la Pólvora desde la estación de Santa Bárbara, cruzar el río y la acequia de Aljufia hasta llegar de nuevo al pueblo.
Normalmente llegábamos a la hora de comer y cada uno se iba a su casa, si no, nos
sentábamos a la sombra, la espalda apoyada contra la pared, las piernas
abiertas y los brazos en jarras, con los ojos cerrados y respirando con
profundas inspiraciones hasta que a alguien le daba la risa y corríamos todos a casa desciendo el grupo y dando fin a la salida.
Otras era el grito imperioso de alguna madre llamando a fajina, lo que nos hacía saltar sobre nuestras bicicletas y
salir corriendo a casa.